No crea que no me ha costado, astuto lector, pero a fuerza de estrujarme las meninges creo haber descubierto lo que le sucede a este Barça plomizo y miserere. Viene de antiguo, claro. Y tiene que ver con la altura, entendida esta como aspiración y prueba de virtud futbolística. ¿Recuerdan el andamio de Luis Enrique? Pues fue con el asturiano en el banquillo cuando el Barça miró clara e indiscutiblemente hacia arriba por última vez. Y claro, incluso sabiendo que a su entonces técnico lo sostenía del cielo una estructura artificial de tubos y planchas metálicas en lugar de una propulsión a chorro de colonia, la plantilla azulgrana se negaba a bajarse de la nube. Era un Barça que sabía que la única cosa a la cual no podía renunciar era a creerse un equipo celestial.
Entonces, llegó el barro. Primero, apenas en forma de destello, en aquella primera Supercopa de Valverde. Poco después, como los faros deslumbrantes que contempla el ciervo antes de ser atropellado por el Bayern de Múnich en la Champions del maldito virus. Y hoy, también en Lisboa, hervido en la misma olla incandescente alrededor de la cual se organizó un aquelarre más. En resumen: el terruño, el estiércol y la molicie encarnados en una serie de entrenadores empeñados en envejecer a mazazos a un plantel que nunca se pensó eternamente joven pero quizá sí respetable por los siglos de los siglos. Solo, fané, descangashado, como decía el tango, el Barça baila fantasmal en manos de Ronald Koeman, un técnico que da lo mejor de sí en su ausencia. Y he aquí el quid de la cuestión.
Viendo que la única vez en que el Barça ha sido medianamente reconocible y efectivo con su actual entrenador ha sido con el ínclito Tintín desterrado a la grada por sanción, la lógica dicta que nunca más baje del palomar. Que desde allí obligue al mismo grupo de futbolistas al que su párvula boca ha puesto a la altura del betún a levantar de nuevo el mentón para mirar hacia arriba, aunque sea de soslayo y con malas intenciones. Que llame a Larsson para que él pueda transmitirle a Schreuder, con suerte, otra cosa distinta de la que le dice, en una suerte de teléfono roto redentor.
Sería mucho pedir que todos los rivales azulgranas a partir de ahora fueran tan tímidos e inoperantes como el Levante. Sobre todo, sabiendo que a la vuelta del fin de semana espera un Atlético que, pese a lo visto en las últimas jornadas de Liga, de inoperante no tiene un pelo. Pero es perentorio, al menos, que Koeman deje de ser un mamotreto a pie de campo y adquiera desde el cuarto anfiteatro la ligereza de un estandarte y el etéreo encanto de un rosetón por donde entra esa clase de luz que solo se encuentra en las catedrales y ayuda a creer en milagros. Solamente esa transfiguración de su todavía entrenador puede salvar a este Barça condenado.
Bueno, o eso o bien que lo destituyan de una santa vez, lo que el president Laporta vea más práctico.
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