No tiene nada extraño que el Barça llegue a una final de Copa. Pero muy poco de lo sucedido en el doble duelo liguero-copero ante el Sevilla, que culminó en otra eléctrica remontada para sellar el pasaporte azulgrana a la cita del 17 de abril, puede calificarse de normal. Quizá el penalti atajado por Ter Stegen, sin duda el portero más goleador de Europa.
Si a cualquier barcelonista le hubieran dicho, no ya en septiembre, sino a finales de enero, que la clave para empezar a jugar un fútbol potable y seguir peleando por los títulos esta temporada era que Koeman alineara a tres centrales y dos carrileros, con Busquets de pivote y sin '9' ni falso '9', se habría quedado con cara de hacer divisiones con decimales. Hasta el pronóstico de una visita de Bartomeu al calabozo le hubiera cuadrado más, y ya se ve que con razón.
Es cierto que Koeman ya había probado esa variante. Y que el Barça había jugado bien con ella a ratos, pero también tenía una pátina de idea extravagante, plomiza y extemporánea. Como si uno estuviera hablando de los problemas con sus hijos y de repente le quisieran contar la batalla de las Termópilas. En ese eterno debate sobre cómo colocar juntos a una larga hilera de jugadores ofensivos jibarizados y fuera de posición, sentar a Griezmann de inicio tres partidos seguidos podía ser una opinión defendible, pero difícilmente popular siendo para que en su lugar jugara Mingueza.
Ojo, y no porque el chico tenga nada de que avengonzarse. Ese minuto abismal, a media remontada, en que cometió penalti sobre Ocampos por pura mala suerte, no empaña sus dos excelentes últimos partidos. Si alguien se merecía que MAtS sacara la mano a pasear para abofetear las ilusiones sevillistas era Óscar, uno de los que mejor ha sabido competir en dos de esos encuentros a los que el Barça comparecía bajo la sospecha de haber olvidado cómo hacerlo.
A partir del tridente en defensa, el soneto le salió a Koeman durante 180 minutos y 30 más de prórroga como rubricado a medias entre Shakespeare y Quevedo: imposible que armonizara mejor, no quedó ni un verso suelto. Lenglet recordó cómo correr hacia atrás en cuanto tuvo un poco de espacio para correr hacia adelante, mientras Dest y Alba jugaban de volantes, lo que en realidad son. Busquets no hubo de barrer más que el salón de la casa, y pareció tan suelto como Freddie Mercury con la aspiradora en el videoclip aquel. De Jong creció a lo largo del campo, Pedri a lo ancho, y el balón ganó velocidad para surcar nuevos espacios, los mismos a los que Messi miraba de reojo, con el dedal preparado para enhebrar la aguja de Dembélé. El Sevilla recibió un golpe en el pecho tras otro, hasta que Lopetegui se rindió a poner la espalda de su equipo contra el área.
Ahí pudo cambiar el guion, porque el lienzo se achicó. Messi, un tanto rivaldesco, se entretuvo de más con la bola, y la salida de Pogbita Ilaix junto con una absurda banda derecha compuesta por dos zurdos a pierna cambiada embolicaron el verde. Pero ahí estaba Griezmann, el maldito, para vestir a Piqué de Alexanco. Y después, en la prórroga, apareció el auténtico '9' de este Barça para abrochar la remontada en el área pequeña. Por supuesto, el balón rebotó en el culo del portero antes de entrar, porque así es la vida de Martin, pedregosa y llena de obstáculos. Pero también así se escribió la remontada culé: épica, en la prórroga, empatando en el 93', con tres centrales, un trallazo desde fuera del área, Messi sin marcar ni asistir y un gol decisivo de Braithwaite.
Solo le faltaba a este Barça cabeza abajo ser medio del Madrid en un derbi mientras celebra sus elecciones a la presidencia. Esperen al domingo y verán si no hay muchos culés que sucumben a la tentación.
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