Con la segunda ola del maldito virus cayendo sobre nosotros parece incluso frívolo entristecerse por el cambio de club de un futbolista de 33 años. Pero si a casi cualquier barcelonista se le encoge el corazón al contemplar los frescos de la ruptura de Lionel Andrés Messi con el equipo de su vida debe de ser por algo. Leo ha sido, es y será durante bastantes años el mejor que han visto los tiempos. Un ángel zurdo volando con alas de oro sobre nuestras cabezas. Todo lo que siempre soñamos que el fútbol nos daría algún día como recompensa por ser del Barcelona. Ahora, tras el éxtasis, llega el tormento de comprobar cómo su idilio de azulgrana acaba de manera abrupta, mecánica, lacerante. Una máquina escupe un papel y el abismo, por primera vez, nos devuelve la mirada.
Del mismo modo que se puede respetar la voluntad de Leo, como la de tantos otros mitos del barcelonismo que se ganaron el derecho a decidir cuándo y cómo poner punto final a sus vidas como jugadores del Barça, también se puede cuestionar. Hay mucho de absurdo en que una superestrella mundial que ha sido el orgullo de tantos millones de aficionados decida, un martes cualquiera, despedirse con un portazo del equipo con el que fue Alfa y Omega para marcharse a jugar en estadios vacíos y extraños. ¿De Italia, de Inglaterra quizás? Tanto da: su eco será el de un exilio deshonroso, no el de una reinvención triunfal.
Messi no solo ha dicho adiós al Barça, ha renunciado sumarísimamente al brazalete de capitán. Ese que dice que hay que estar a las buenas y a las malas. El mismo que no engalana el palmarés ni la cuenta corriente sino la profunda y humilde emoción de un canterano por saberse ya una página imborrable de la historia de su club. Eso exige ser un líder para los iguales y un ejemplo para los que vienen detrás. Todo lo que se ha sabido del Diez de Dieces en las últimas 72 horas ha sido comprensible, pero nada de ello puede calificarse de ejemplar. Me da igual que lo bendigan Puyol, el Cruyffismo en pleno o el sursum corda. La cruda realidad es que, después de zamparse junto a sus compañeros un 2-8 en la Copa de Europa, Leo ha cogido la senyera de su brazo y se ha limpiado la nariz con ella. Aclaro que también cabe preguntarse si su mayor equivocación es no haberlo hecho mucho antes.
La gestión de Bartomeu y su directiva es un interminable himno a la cobardía. Desde trampear ridículamente con las cifras del fichaje de Neymar hasta su reunión en estas horas baldías con Leo Messi, más en la línea de forzarlo a que extorsione al club que lo quiera fichar (a Leo Messi, dios mío) que de convencerlo para quedarse, sus greatest hits como presidente componen una oda al patetismo, la parálisis y la torpeza. Su única salida no ya digna sino medianamente poco vergonzosa es una dimisión inmediata que, por desgracia, casi seguro adelantará la caída de uno de los clubes más internacionales del planeta fútbol en manos del provincianismo delirante. No se abre ni una rendija para la esperanza en este fatal desenlace.
Pero lo que más duele es que haya sido precisamente Messi, quien durante más de una década nos convenció de que era la fórmula magistral de la victoria hecha carne, el que se haya empeñado en perder. Yo, que lo tengo por sensato, me resisto a creer que no decida marcharse a una Liga discreta y generosa con los petrodólares, o bien al Newell's de sus álbumes infantiles, desgarrador pero honroso y acrisolado homenaje mediante. Pero si, como parece, en septiembre arranca la temporada vestido con los colores de un contendiente a la Champions, espero que el orgullo le aproveche. Porque por él, como muchos otros gigantes en la historia, lo habrá destruido todo.
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