Al náufrago, poco bueno le pasa. Resquebrajado y hundido el barco en el que viajaba, solo le restan unas pocas alternativas a morir ahogado inmediatamente. Quizás un madero al que aferrarse, en el mejor de los casos un bote salvavidas donde mantener a raya la hipotermia hasta que llegue el rescate o se aviste alguna tierra cercana. Pero incluso en esa chalupa relativamente seca y a salvo de los tiburones acechan otros peligros terribles: el sol, el hambre, la sed... son el precio que se paga por deambular a través de un desierto salado. En esa precaria existencia, tan peligrosa es la tempestad como la ausencia de viento y sin corrientes. La calma chicha también mata. Lentamente.
Con todos sus jugadores apiñados en la lancha, a la espera de un mar favorable que acerque el milagro de la supervivencia, en el Barça menos competitivo de la década han optado por aguantar un poco más el hambre y no sacrificar a Setién. Era carne humana para hoy y hambre para mañana. Y además se adivina en el horizonte una distorsión en las ondas de luz que anuncia la Champions.
Nunca ha sido la costa napolitana la mejor opción para un barco a la deriva, pero las hay peores. Por eso sorprende que Messi no diera un maravedí por encontrar un amarre. Muy mal lo tiene que ver el Diez de Dieces, que acaba de ganar su séptimo Pichichi pese a que al parecer Benzema se ha hecho por fin un hombrecito a sus 32 añazos (ya era hora), para dar semejante campanazo en los oídos de sus compañeros.
No es para menos. Después del naufragio liguero, el tiempo se ha detenido. No hay mercato ni semanita en Maldivas ni asados con la familia. Solo un océano en calma y entrenamientos furtivos, acosados por la canícula en este verano de nuestro descontento. Y con la mascarilla puesta, por si fuera poca la sensación de ahogo que da recordar a Arthur bostezando en el banquillo contra Osasuna o rebuscar el listado de ofertas por Dembélé, que una ola debió de llevarse porque no está por ningún lado.
Al 8 de agosto llegará el Barça con la cabeza embotada, las piernas acalambradas y los buitres revoloteando. Malas condiciones para volver a creer que el fútbol es un juego. Pero si el envite contra el Nápoles sale bien, esa final a ocho de Lisboa puede ser lo mejor que le ocurra al Barcelona. Porque en un torneo así no hace falta ser el mejor para ganar. Y ahora mismo el Barça no es mejor que casi nadie.
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