Fue el 27 de noviembre de 2019. En partido de la fase de grupos de la Champions contra el Borussia de Dortmund, en el Camp Nou. Podía haber sido mucho antes, pero no fue hasta esa noche. Habia pasado tanto tiempo que ni siquiera teníamos pensado un nombre para ello: ¿GSM? ¿MSG? ¿SGM? Nos pilló el toro. Cuando en verano soñábamos con que el Barça volviera a ser conocido por la descomunal revolera que forman tres delanteros capaces de asomarse a la cifra de 100 goles anuales, no imaginábamos que habría que esperar tanto.
Pero se lesionó Messi, quien además suele empezar las temporadas con un pico de forma que no solo ayuda a que el Barça despegue en lo físico y en lo futbolístico sino también en lo espiritual. Ese primer fogonazo suele diluirse un poco tras el parón de selecciones de septiembre, pero siempre alienta en el culé la confianza en un año con títulos y finales. Sin embargo, este curso empezó en falso, con parches en la delantera y dudas en el corazón. Y no solo por los problemas físicos del diez de dieces. Cuando Luis Suárez se echó mano al sóleo a mediados de agosto, condenó al Barça al limbo. Y por ahí ha flotado durante meses este equipo a medio hacer. Casi siempre a la deriva, o lo que es lo mismo, guiado por un entrenador que con sus onces incongruentes y sus innecesarios enjuagues tácticos le impedía saber dónde estaba arriba y dónde estaba abajo. Hasta ayer.
Por supuesto, el factor más importante en que el duelo contra el eléctrico BvB resultara memorable no fue la mano del técnico azulgrana, sino la casualidad. Valverde había decidido alinear en la delantera a Dembélé junto a otro equipo inédito (uno más) en el partido de Champions más importante del año. Demostraba así de nuevo El Txingurri que no cree en la estabilidad ni en el crecimiento, sino en el gaseoso subidón puntual que puedan aportar determinados jugadores. Siempre juega al todo o nada como lo que es: un entrenador desesperado. Es por eso que cuando se encuentra enfrente a un equipo con un pico de forma mejor, aunque sea el colista de la Liga, de primeras le suele pegar un revolcón y asomarle a la nada más oscura. Aunque luego, como el sábado pasado en Butarque, haya suerte y el equipo consiga aferrarse al liderato de una Liga que está a precio de Black Friday. Lo demuestra el hecho de que, a la hora de escribir estas líneas, lo comparta igualado a puntos con un Real Madrid que ya ha empatado cuatro partidos y ha perdido otro en la jornada 13.
Justo cuando Griezmann, como el resto de los culés, estaba empezando a deprimirse de verdad, Dembélé volvió a sufrir en sus carnes las consecuencias de una nutrición a base de pizzas con piña y Phoskitos (por cierto, hay un médico italiano que le arregló esto al propio Messi, durante muchos años también todo un gourmet de la comida de fiesta de cumpleaños infantil: urge que al Mosquito le pidan hora con él). Ousmi se quitó las botas, un francés dio paso a otro en el once, el Barça siguió aplicándose en la presión alta ante un Dortmund tan sorprendentemente escaso de fe que dejó a Sancho en el banquillo de salida, y Messi vio en el horizonte el reflejo de su rostro en su sexto Balón de Oro. Lo demás es historia. Una centrifugadora ofensiva girando en torno al mejor futbolista de la historia, sustentada por la colosal capacidad de brega de Rakitic y De Jong incluso en sus peores partidos y por un Marc-André ter Stegen que ocupa ya tanto espacio en la historia del Barça como su nombre.
Aunque Griezmann fallara la primera asistencia mágica que le sirvió Messi, a la segunda se creyó por fin que jugaba en el Fútbol Club Barcelona. Ya era hora. Tenemos tridente. Con la venia de Valverde.
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