El Barça es, posiblemente, el único club del mundo en el que se debate mucho más de las formas que del fondo. El modelo es un concepto tan o más sagrado que los resultados para los puristas del estilo, partidarios de su evolución o revisión pero no de una ruptura o revolución. La discrepancia es lógica en una entidad eternamente dividida, antes entre kubalistas y suaristas y ahora entre cruyffistas y nuñistas. Todos, no obstante, coinciden en identificarse con un Barça de la casa, con un equipo con muchos futbolistas formados en la Masía, cada uno con sus peculiaridades o matices.
Laureano Ruiz, un técnico anónimo para el gran público, reactivó la cantera azulgrana con sus ideas, pero su fórmula no tuvo continuidad cuando José Luis Núñez accedió a la presidencia de la primera entidad deportiva de Cataluña. Los constantes cambios en la dirección del primer equipo tuvieron consecuencias muy dañinas para el fútbol formativo. Durante una década, el expresidente contrató entrenadores por su currículum, no por sus ideas, y el Barça se encomendó a propuestas tan dispares como las lideradas por Udo Lattek, César Luis Menotti y Terry Venables, entre otros, hasta la llegada de Johan Cruyff. Mucho más atinadas fueron sus soluciones para enderezar económicamente a la institución.
En tiempos de grandes vaivenes y poca estabilidad, el fútbol formativo perdió protagonismo. Futbolistas como Moratalla, Rojo y Clos, por ejemplo, tuvieron que competir, en inferioridad de condiciones, con las grandes estrellas fichadas a golpe de talonario como Schuster y Maradona. La mezcla perfecta se alcanzó años más tarde, con Cruyff en el banquillo, pero la sublimación del modelo llegó en 2010, con Pep Guardiola como técnico y Messi, Xavi, Iniesta, Sergio Busquets, Puyol, Víctor Valdés y Pedro en el campo. Antes, mucho antes, el Barça de las Cinco Copas también combinó el talento exterior con el compromiso de muchos jugadores formados en la casa.
Ocho años después de que Messi, Iniesta y Xavi fueran los finalistas del Balón de Oro, la cantera del Barça encara el futuro con muchas dudas. La sanción de la FIFA, la globalización y las propuestas seductoras de la Premier han agrietado un modelo que era admirado en todo el mundo. La mirada actual de sus responsables, además, no es la misma que hace una década y solo Sergi Roberto se ha consagrado como futbolista de nivel desde que el Tata Martino relevó a Tito Vilanova en 2013.
El fútbol formativo ha perdido el rumbo, obsesionado con resultados inmediatos y fichajes estrafalarios, sobre todo en el Barça B, que han tenido un impacto muy negativo. Y ante tanta confusión y nervios emerge Carles Aleñá, un futbolista con mucho más nivel que algunos jugadores consagrados del primer equipo y con un mayor conocimiento de la idiosincrasia azulgrana.
Valverde, hasta ahora, ha sido pusilánime o prudente (según se prefiera) con Aleñá, castigado también por una inoportuna lesión a finales de la pasada temporada. No es Xavi ni Iniesta, pero tiene talento suficiente, y una privilegiada visión del juego, para jugar en el Barça. Sus características (interior con llegada y buen remate) se adaptan mejor a las necesidades del equipo que las de Arturo Vidal, Rafinha o Denis Suárez, competidores suyos en el centro del campo. Valverde, tan pragmático, debería ser valiente con un jugador que apunta alto y que permitiría dosificar a las vacas sagradas. De lo contrario, el Barça acabará el curso otra vez exhausto y el fiasco de Roma podría repetirse un año después. El ascenso de Aleñá, además, es aplaudido por cruyffistas y nuñistas, por puristas y resultadistas. Y eso no es poca cosa.