Las alarmas se dispararon con el estado en el que volvió Raphinha después del parón por selecciones. No es la primera vez que Hansi Flick juega al gato y el ratón para despistar el foco mediático y proteger a sus jugadores. Ya lo hemos visto anteriormente cuando ha convocado a un Dani Olmo que no podía jugar por sus problemas físicos crónicos o lo constatamos en cada rueda de prensa donde sigue apostando por el inglés. Tácticas, al fin y al cabo, para bunkerizar el vestuario. Y bien que hace.


Pero la realidad evidencia que Raphinha ha vuelto tocado de forma física y mental. Está desgastado de las peleas que ha vivido con la selección argentina, pero también la propia presión que pone la selección brasilera por la importancia que dan al deporte rey, el fútbol. Lejos de presentarlo como una víctima, Raphinha es brasilero, un brasilero más. Y ya sabemos, desde la experiencia azulgrana, cómo son estos jugadores: para lo bueno, pero también para lo malo.


Los minutos que ha tenido en la vuelta de semifinales de la Copa ante el Atlético de Madrid o la necesidad que tuvo el equipo para que saliera en la segunda parte ante el Betis, constatan que el problema no es grave. Pero sí es un problema. Y más aún puede acabar siendo mayor si no se redirige a tiempo. La actitud que tuvo al terminar el partido del empate contra los béticos mostró a un Raphinha enfadado con el mundo y con una imagen que debe redirigir.


Si bien es verdad que es un jugador importante, no es menos cierto que su explosión la ha hecho después de más de dos temporadas en el club y pagando por él una morterada. Barcelona no es Río de Janeiro. Y los guateques y las polémicas del fútbol latinoamericano tampoco gustan a la afición azulgrana. Separar el papel que tenga y quiera proyectar en la selección o el club es una premisa básica para que entienda las cosas y no se vayan de madre.