La decisión de inscribir a unos jugadores indispensables en este momento para el equipo de Hansi Flick ha de pasar por un juzgado. La decisión de pagar una comisión por el que se dice es el contrato más importante de la historia del fútbol la toma el presidente y tiene que ser aprobada sin conocerse la cantidad. Sin embargo, la misma junta directiva que aprueba comisiones extraordinarias a un intermediario aplica un decreto para inhabilitar a un grupo de aficionados, que lo han dado todo por animar al equipo, a cambio del pago de una multa de 21.000 euros.
La fecha de la vuelta a disputar partidos en el Estadi no se sabe, y cada vez que se pregunta, la respuesta es más lejana. Que el equipo, que tuvo un comienzo en la Liga tan esperanzador como cautivador, y que para algunos puristas el último partido que perdió en casa es el mejor que ha jugado, haya finalizado el año en tercer lugar, por detrás del Atlético y el Real Madrid, tampoco parece tema de preocupación. Es el Barça en estado inerte, pasivo. Dentro y fuera del terreno de juego. Mejor dicho, más en las oficinas que en el campo.
La mayoría de la masa social del Barça ha caído en un estado de depresión o de hipnotismo. Todo lo que está pasando es merecedor de un #LaportaOut, pero nadie lo lanza. Han marchado tantos ejecutivos asustados por lo que han visto que venía, pero ninguno de ellos se ha atrevido a denunciar. Parece vivir feliz el presidente Joan Laporta. Continúa con su discurso lleno de promesas convenciendo a los compromisarios y a quien quiere creer en lo que pregona. Él cree en lo que hace por el amor que siente por el Barça. Pero ya se sabe que hay amores que matan. Laporta necesita presión interna y externa. Y en ninguno de los lados la tiene.
Acaba el Barça el 2024 sin arreglar su situación económica, con una gran mejoría en sus actuaciones en la Champions League, pero bajo la sospecha de que no todo lo que se dice ni todo lo que se hace es meritorio de credibilidad. Todo lo contrario. Genera mucha desconfianza.