"Con el Barcelona jugué en todos los lugares donde me necesitaban, así que ha sido un poco caótico". Ilkay Gündogan se pronunciaba de esta forma cuando le preguntaron sobre sus sensaciones en el primer año como blaugrana. Conociendo como se las gasta el alemán, incluso fue más bien suave, porque en su primera temporada ha hecho gala de una falta evidente de mano izquierda a la hora de señalar compañeros y una vehemencia inusitada cuando le ha tocado denunciar actitudes en el vestuario.
Evidentemente, de esta última reflexión del internacional, brilla con luz propia la palabra caos. Un concepto que sigue instalado en el club de forma permanente y no hay visos que desaparezca a corto plazo. No sabemos con qué predisposición aterrizará Hansi Flick el 10 de julio, pero se encontrará un auténtico solar, sin apenas jugadores del primer equipo, con muchos jóvenes del filial con ganas de hacerse un sitio, con varios cedidos con más de una incertidumbre, con un capitán sin contrato y sin galones, con lesionados que aún tardarán en reaparecer, con un staff totalmente desmantelado, con una pareja de portugueses en el más absoluto limbo, con varios consejeros de Laporta, con y sin cargo oficial, pululando por el vestuario como Pedro por su casa y con la lista de fichajes y refuerzos cubierta con varias capas de telarañas.
Pero el vestuario es sólo un fiel reflejo de la imagen caótica que desborda el club presidido por Joan Laporta. La capacidad de improvisación del FC Barcelona sería inasumible para la mayoría de mortales, pero el actual dirigente blaugrana se mueve como pez en el agua al filo del abismo. Ya desde el primer día de su presidencia, con avales conseguidos en la madrugada y cánticos desatados en una notaría céntrica de la ciudad, Laporta marcó su hoja de ruta no apta para cardíacos. Sin proyecto consistente --echó a Messi tras pasarse tres meses autoproclamándose el único garante de la continuidad del argentino--, mantuvo a Koeman, pese a humillarlo. "dame quince días y si no encuentro a nadie, seguirás", acabó apostando a Xavi a regañadientes, se quedó sin CEO y vicepresidente económico a las primeras de cambio, se rodeó de amigos, valorando más su fidelidad que su currículum y se parapetó en una falsa huida adelante, con un discurso tan triunfalista como irreal.
Tres años después, el club sigue sin fijar un rumbo claro ni apostar por navegantes convencidos. Que cinco de los seis entrenadores de los equipos profesionales hayan dejado el club, por una u otra circunstancia, hablan por sí solo de la falta de un proyecto claro y prístino en lo deportivo. Si miramos más arriba, ya directamente es para echarse a temblar, con el proyecto Espai Barça en bambalinas, sin que nadie sepa a ciencia cierta cuándo acabará y con más de un arquitecto de renombre renegando de la falta de transparencia del club a la hora de proyectar y ejecutar el nuevo Camp Nou.
Pero la grandeza del Barcelona es que, pese a estar sumido en este caos indescriptible, se mantiene vivo, con la ilusión intacta, gracias a una Masía que sigue alimentando las esperanzas de los más incrédulos, a una marca que se vende sola y sin necesidad de ninguna puerta fría, a un club que sigue siendo el mejor del mundo --guste o no en la capital sigue siendo el más galardonado de la historia, con 48 Copas de Europa-- y generando recursos allá donde va, a una filosofía que sigue exportándose con éxito y a una masa social indestructible.
La gran suerte que está teniendo Laporta y esta junta es que no hay paquidermos de colores en el ecosistema ni se atisba ninguno en el horizonte de la sabana, como mucho algún rinoceronte blanco, especie en clara extinción.