A la salida del estadio tan solo esperaba la lluvia. Ya no quedaba rastro de las bufandas, ni de las camisetas, ni de los gritos. Ni de los célebres cánticos de la afición. Ni de los insultos. Tan solo charcos en el suelo, suciedad y alguna papelera destrozada. El gran Barça que aspiraba a la Champions de Wembley se había vuelto a pasar de frenada. Ya era nada.
El fútbol se ha convertido en un deporte triste. Al menos, en Barcelona. Si bien es cierto que desprende valores positivos como el compañerismo, el sacrificio y el trabajo en equipo, además de implicar estados de alegría y celebración, últimamente está cada vez más manchado de odio, rabia, agresividad, violencia y mala educación. También de tristeza y decepción, como la que nos acompaña en esta noche aciaga, una vez más, derivada de otra derrota que vuelve a golpear donde más duele: en el momento de mayor euforia colectiva.
Xavi Hernández lo recordó en rueda de prensa: pasamos de la euforia a la decepción en un momento, todo cambia muy rápido. Esta lección la tiene bien aprendida el entrenador del Barça, lástima que no tuviese la misma clarividencia para encontrar soluciones cuando las cosas iban mal dadas. Una vez más dio la sensación de que había un único plan, pero cuando toca cambiar de plan, no hay remedio.
Todos estaremos de acuerdo en que la expulsión de Araujo fue catastrófica para el Barça. El mejor defensa, fuera del partido a los 29 minutos de juego y más de 60 por delante con un hombre menos. Era obvio que iba a ser muy difícil… ¿pero no se podía haber hecho algo más? ¿No se podían zafar por una vez los jugadores en defensa sin rasgarse las vestiduras y morder como perros para suplir la ausencia de su líder defensivo? ¿No se podía compactar más el equipo y convertir en fortaleza la capacidad de tener el balón? ¿Era necesario sustituir al jugador más desequilibrante, y garantía para aguantar la pelota en los pies, por el mero hecho de tener 16 años?
Una vez más, el Barça no estuvo a la altura de la Champions League. Una vez más quedó patente que los fantasmas no se han ido, por mucho que la derrota quede enmascarada en esa restrictiva expulsión de Araujo. Evidente es que el árbitro Istvan Kovacs se cargó el partido con su severa decisión, que bien podría haber sido sancionada con tarjeta amarilla. Pero los jugadores, aunque lo intentaron y nadie niega que se esforzaron mucho, no estuvieron a la altura: encajaron cuatro goles sin Araujo sobre el césped. Las piernas temblaron demasiado. También al entrenador, otra vez desbocado, más pendiente de protestas que de soluciones tácticas y, a la postre, expulsado.
La afición estuvo de 10 a la hora de animar, aunque también queda manchada por ese odio hacia el rival, por los insultos, la rabia y el lanzamiento de objetos dirigidos a impactar en jugadores del PSG que bien pudieron ocasionar algún daño. Como manchada se va la también indigna afición del club parisino, tan eufórica como provocativa, repleta del odio que gobierna el fútbol. Sirvan de ejemplo cercano los padres de un partido de juveniles que se celebró el pasado fin de semana en Castelldefels y terminaron a puñetazo limpio. El fútbol, una vez más, nos regala tristeza, dolor, rabia y decepción. Y las gotas de agua que nos aguardaban a la salida no hacían sino recordarlo: llueve sobre mojado.