Desde hace mucho tiempo una gran mayoría de los aficionados del Barça, y de la prensa local también, valoramos el fútbol artístico más que el puramente físico. Hablamos de la posesión del balón como un hecho determinante en el juego.

Hemos adoptado con naturalidad en nuestro vocabulario palabras como tiki-taka y rondo. Nos gusta más que el balón ruede por el césped como si fuera una bola en una mesa de billar y despreciamos aquellas jugadas en las que el balón es maltratado con un patadón.

Y empezamos a amar las victorias logradas con exquisitez, que sabían a caviar y dejaban sabores aromáticos. Incluso hablábamos de una excelencia que nos hacía sentir felices de un equipo que era admirado por todo el mundo. Entonces el Barça convirtió la victoria en una rutina y el dar exhibiciones con un juego sublime en un rito. Eso sí que era para que el barcelonismo se sintiera orgulloso.

Perder nunca ha sido un orgullo para el culé. Y hacerlo contra el Real Madrid, menos. Y no debería ser excusa que el equipo esté en fase de adaptación a esa mezcla de jóvenes jugadores como mucho talento y veteranos en proceso de jubilación. El Barça es el Barça. Aplaudir una derrota, sentirse orgulloso de forzar una prórroga es más propio de equipos pequeños y no de clubs de prestigio.

El discurso ofrecido por el presidente Joan Laporta al vestuario y los abrazos a Xavi Hernández después de la derrota en la Supercopa decepcionaron a muchos aficionados que así lo manifestaron en las redes sociales. Hablar de un Barça reencontrado sonó a exageración y a falso, ideal para recordar aquello de “al socio no se le puede engañar” o aquello otro de “que no les embauquen”.