El día de su debut descubrió que tenía talento. En los siguientes partidos exhibió olfato de gol y después mostró carácter. Se le vio negar asistencias a Messi, no porque tuviera algo en contra del mejor del mundo, no. Sencillamente porque se veía capaz de concretar esas acciones, y también porque nació para ser estrella. Dicen que cuando le brindaron llevar la camiseta con el número 10, no dudó ni un segundo en aceptarla. Cuánto honor, debió pensar. No le importó el peso de ese número, y mucho menos el desafío que tenía por delante. Esa camiseta consagró la etapa más bella del Barça. Y él, que debutó siendo el 31, y luego fue el 22, pareció decir “aquí estoy yo, darme ese 10 que no os fallaré”. Sin miedo, como los grandes cracks, como los que han crecido al lado de otros más grandes, como los que han nacido para formar parte de la historia. Nada asusta a Ansu Fati. Haber superado esa grave lesión que cortó su carrera, haber sufrido más de una operación, asistir desde la grada a las crisis de su equipo, decirle adiós a su ídolo, todo eso parece haberle ayudado a madurar, a sentirse más fuerte y a querer convertirse en algo más que uno más de la plantilla.
Y el domingo 26 de septiembre, después de once meses fuera de los campos, reapareció Ansu, con el 10 a la espalda, dispuesto a todo. Fueron unos pocos minutos, suficientes para dejar su sello, para marcar su presencia con letras mayúsculas. Quitó un balón a un rival y avanzó en una dirección, buscó su gol y lo encontró. La imagen de Araujo levantándolo a los cielos, y el abrazo de todo el equipo adornó esa sonrisa que necesitaba el Barça. Y Ansu enseñó su puño, como todo un líder que emerge para alegrar la melancólica vida de este Barça.