El hacha de guerra ha sido desenterrada. El conflicto de ismos en el FC Barcelona ha vuelto a resurgir. Joan Laporta y Josep María Bartomeu son los exponentes de dos corrientes enfrentadas que beben del cruyffismo y el nuñismo, que posteriormente evolucionaron, con matices, al laportismo y el rosellismo. Dos facciones enemistadas que alzan la voz los unos contra los otros. Abrió fuego Laporta, utilizando la “nefasta herencia” de Bartomeu para justificar la marcha de Leo Messi. El expresidente, dimitido el pasado 27 de octubre ante la negativa del Procicat a retrasar la votación de la moción de censura, no ha tardado en defenderse de las críticas y tildar también de “nefasta” la inacción de Laporta desde que regresó a la poltrona presidencial.
La realidad es que el nuevo presidente aún no ha hecho nada de provecho por el Barça desde que regresó. Ha despedido a una treintena de trabajadores por ser de la confianza de los otros y ha metido a familiares y amigos íntimos en el club, se ha cargado el fenomenal legado de casi todas las secciones, con especial ensañamiento en el balonmano, ha fulminado la Confederación Mundial de Peñas y ha firmado cuatro fichajes para el primer equipo que han complicado, todavía más, la inscripción de Messi, finalmente descartada.
Laporta, que ha sido vendido desde muchos medios de comunicación como el salvador de la patria blaugrana, no es tan bueno para el club como algunos lo pintan: gobierna el Barça amparado en improvisación y capacidad de reacción; dos cualidades tan positivas como peligrosas. La ilusión que genera a su alrededor vive de una sola gran decisión que tomó en el pasado: la contratación de Pep Guardiola, que constuyó el mejor Barça de todos los tiempos. Sin embargo, no debe olvidarse que la apuesta del presidente era José Mourinho y fue Evarist Murtra quien le hizo a ver la luz.
Laporta era el hombre que debía retener a Messi en el Camp Nou, pero por algún motivo que todavía desconocemos decidió no hacerlo. Eligió la salida de Messi, porque si de verdad hubiese querido que se quedase, habría encontrado la fórmula. Pero tenía la coartada perfecta para justificar su marcha sin que le salpicase demasiado: echar todas las culpas al demonizado Bartomeu.
Barto, cuya errática gestión deportiva le ha condenado ante la opinión pública, tampoco es tan malo como lo pintan. Se equivocó por mucho cuando tuvo que solucionar la traición de Neymar. Despilfarró con las contrataciones de Coutinho, Dembelé y Griezmann, siendo este último el único que ha tenido un rendimiento decente, y consintió en exceso a los jugadores con salarios astronómicos e injustificados. Pero al menos tenía un plan para paliar los daños del coronavirus. Una hoja de ruta que la comisión gestora puso en manos de Laporta y que, siendo bien aplicada, habría permitido la continuidad de Messi gracias a los 220 millones del Barça Corporate, una nueva rebaja salarial del 20% y los 270 millones de LaLigaImpulso como solución alternativa a la Superliga. Acciones que Laporta ha rechazado. Hay que recordar que el impacto del Covid ha generado un descenso de los ingresos por valor de 375 millones este año, pero las pérdidas que ha declarado el presidente actual, sin mostrar las cuentas, son misteriosamente más elevadas: 487 millones.
Bartomeu se equivocó en varias cuestiones que le condenaron, pero logró retener a Messi la temporada pasada cuando amenazó con marcharse a través de un burofax. Pese a las discrepancias que habían tenido, insistió en mantener al mejor jugador de la historia en el Barça. Laporta, que no se ha cansado de reclamar la continuidad del astro argentino, ha desistido a las primeras de cambio. Quizá porque los Messi mandaban demasiado en un club donde ahora quiere mandar el carismático Jan, que ahora más que nunca tiene la misión de demostrar lo buen presidente que puede llegar a ser. De momento, no lo ha hecho y se le complican los avales para la próxima temporada.