Durante muchos años el barcelonismo y el periodismo, en general, no ha parado de hablar con mucho orgullo del ADN del Barça. La referencia al ácido desoxirribonucleico siempre se ha hecho con dulzura, y ha sido destacado especialmente cuando llegaron los éxitos en tiempos de Pep Guardiola. “Tiki-taka”, “jogo bonito”, la posesión del balón es vital, la presión para recuperarlo es indispensable, y algunas otras frases que nos dejó en el baúl el gran Johan Cruyff. Sin embargo, los buenos resultados de los equipos dirigidos por Tito Vilanova, Luis Enrique y Ernesto Valverde, para muchos periodistas no correspondían al dichoso ADN, como si los genes se hubieran transmutado cuando en realidad lo que ha pasado es que aquella generación divina de La Masia se fue retirando y que el fútbol ha ido evolucionando especialmente en su aspecto más físico.

Pero de la misma forma que el equipo de fútbol ha tenido un ADN que transmuta, muy poco se habla del ADN de la afición del Barça, que es todavía más especial. En una de esas entrevistas que tuve el gusto de hacer a Cruyff junto con el ahora director de La Vanguardia, Jordi Juan, recuerdo una en la que el holandés invitaba al barcelonismo a tener un pensamiento único: “Lo importante es estar orgulloso del Barça” fue uno de los títulos que nos dejó Johan en agosto del 2006 y en el que sobre el dichoso entorno aseguraba: “En el Barça lo que hay son envidias sin fronteras”, y explicaba que “Rijkaard no ha entendido porqué si todo funciona bien en la entidad hay gente del mismo club que te intenta perjudicar”.

Durante mucho tiempo he leído a importantes personas del entorno barcelonista hablar de odio, rencor y deseos de venganza de los ex presidentes Sandro Rosell y Josep María Bartomeu, ambos posteriores a la época de Joan Laporta. “Buscaban destruir lo que construimos” es una frase tan gastada como falsa por esa parte fanática del barcelonismo. Pues ahora hay grupos que abogan por expulsar del club y si pueden hasta enviarían a la prisión a otro presidente.

Hasta ahora siempre había pensado que la mayor ilusión de un barcelonista era convertirse un día en presidente del Barça, pero nunca con el deseo de hundir al club. Llegar a ese puesto de honor en el Camp Nou es como estar de presidente de un país. Jan Laporta lo sabe y por eso ha repetido y es motivo de elogio su valentía. Pero ser presidente del Barça, y más en estos momentos de pandemia, significa afrontar un camino en el que abundan las espinas, se arriesga a la familia y se somete al escarnio de una parte de la afición que tiene un ADN devorador.