Vaya por delante que no estoy a la altura de glosar una figura como la de Juan Carlos Pasamontes (23 de julio de 1957 - 15 de noviembre de 2020). Y, menos, después de leer los honrosos homenajes que mis compañeros Lluís Regàs y Gerard Mateo le dedicaron en la noche de este doloroso lunes 16 de noviembre.  

Encomendado a los cuidados de su madre enferma y apasionado hasta la médula del Real Madrid, fue un periodista respetado porque hizo honor a este oficio bajo una premisa siempre clara: decir la verdad sin importar el coste que ello tuviese. Su arrojo y valentía, incluso en la defensa de las posturas más radicales en cuestiones de colores y política, eran capaces de cautivar y cabrear a partes iguales. Pero, sin duda, lo que más me sedujo de él cuando empecé a conocerlo fue su amor por el arte de escribir, a menudo infravalorado en esta sociedad de prisas y excesos. Era un maestro de la escritura, aunque se ruborizaba cuando se lo decía. 

Apasionado de contar bien buenas historias, en sus artículos nunca había ni una sola coma mal puesta. Su secreto era un perfeccionismo llevado al extremo que se consumaba, como la mayoría de delitos callejeros, en plena noche. Se solía quedar escribiendo hasta altas horas de la madrugada porque, en la nocturnidad, encontraba la complicidad del silencio convertida en el pequeño pero indescriptible placer de dejar bien atados todos los cabos de un texto.

Nos vimos unas cuantas veces. Casi siempre, entre manteles y cucharas. O lo que es lo mismo, entre cervezas y vinos. Al principio, él se encargaba de escoger el sitio. El Casino del Poblenou, A Taberna de Vigo en el Paral·lel, El Bierzo del barrio de Sants… pero poco a poco me cedió la iniciativa para acabar comiendo una paella a pie de playa en Castelldefels o unas buenas croquetas en distintos bares de Barcelona, como el Casoa de Bruc con Consell de Cent. Una de las cosas que hoy me duele en el alma es que le dejé a deber una ronda de croquetas. Era el precio que puso a un artículo que le pedí tras la muerte de José Luis Núñez, donde se esforzó por dejar tan solo algunas pinceladas de su madridismo ingobernable. Posteriormente, la cuenta de croquetas fue subiendo en conversaciones de Whatsapp, cada vez que me escribía para corregirme artículos. 

Juan Carlos Pasamontes, periodista y maestro de la escritura / CM

Juan Carlos Pasamontes, periodista y maestro de la escritura / CM

Juan Carlos Pasamontes, periodista y maestro de la escritura / CM 

Una de las pocas ocasiones en que no coincidimos en un restaurante fue para que me hiciese una entrevista. Yo acababa de publicar mi único libro (y gracias), un homenaje biográfico sobre Andrés Iniesta titulado El genio discreto. Con ese punto de arrogancia propia del periodista curtido en mil batallas, me lanzó una advertencia: “Que sepas que mis entrevistas suelen generar polémica”. Yo, un pipiolo recién salido de la carrera, me reí, y también tiré de bravuconería presumiendo de hablar sin tapujos y decir lo que pienso. Y así fue. Él hizo las preguntas oportunas, yo respondí sin rubor, y entre los dos conseguimos lo que todavía hoy parece un imposible: enfadar a Iniesta

Al día siguiente de publicar la segunda parte de la entrevista, me llamó el jefe de prensa de Iniesta bastante molesto, que quería que retirase el artículo. Me negué. Un día después, me contactó el padre de Iniesta, y ya me empecé a sentir un poco mal. “¿Tan grave es lo que he dicho?”, me preguntaba. A los dos días me mandó un mensaje demoledor el propio Iniesta y me di cuenta de que me podía haber metido en un 'pequeño' lío. En seguida pensé: “Joder, sí que era verdad que me iba a generar polémica la entrevista de Juan Carlos”. Podría exagerar en ocasiones y ser visceral en la defensa de sus convicciones, pero Pasamontes nunca mentía.

Temperamental y gruñón cuando le llevabas la contraria, resultaba entrañable su lado humano, tremendamente sensible. Jamás olvidaré la llamada que me hizo el día que murió mi abuelo, en marzo de este maldito 2020. Descolgué el teléfono y era él quién estaba llorando como una madalena. Completamente roto, deshecho. No conocía a mi abuelo, si acaso coincidieron una vez, pero se enteró de la noticia a través de un artículo que le pegó una punzada en el alma y no dudó en llamarme de inmediato. Estuvimos llorando los dos, amorrados al aparato, como niños, balbuceando. Me ayudó a sacar unas lágrimas que tenía atravesadas en el pecho. Y esta noche silenciosa han vuelto. No sabes cuánto te voy a echar en falta, Maestro.