Cuando los niños lloran sin lágrimas solemos decir que se trata simplemente de una rabieta. Por eso no me creo las lágrimas de cocodrilo de Luis Suárez y sí, en cambio, el feo gesto que tuvo hacia el presidente del club a la pregunta sobre si tenía algo que reprocharse, en el que demostró su cabreo con Josep María Bartomeu.
A Suárez el club le brinda una salida decente, hacia un rival de reconocida entidad. Le conceden la oportunidad de despedirse bien, en una conferencia de prensa, con un video sobre su maravillosa época vistiendo los colores azulgrana, posando con su familia y tomándose una última foto con los capitanes del equipo y los trofeos conquistados en seis temporadas.
El presidente le agradece los servicios prestados y confiesa que desea que un día el Barça pudiera hacerle un partido de homenaje. Y él, que dice que siempre será un culé más, hace una burla inapropiada para el importante momento que estaba viviendo. Ingratitud pura. Rabia charrúa.
En una conferencia de prensa normal –no virtual-, Juan Bautista Martínez, gran periodista de La Vanguardia, hubiera intervenido y seguro que habría añadido a su pregunta: “Si es un reproche al presidente no se corte señor Suárez”. Pero el killer del área no contestó a su propia pregunta. Total, que más le hubiera dado a Bartomeu, harto ya de espantos y de injurias, seguro que esperaba un desplante similar. Total, Messi ya lo puso de vuelta y media en aquella entrevista en la que el argentino anunció que finalmente se quedaba en el club.
Suárez no abordó la autocrítica, y tampoco tuvo una palabra de agradecimiento hacia el presidente –si así el club, como si fueran dos entes diferentes- que lo contrató cuando él era un futbolista que sí era algo, era un mal ejemplo para el fútbol. Acababa de morder por tercera vez a un rival en el campo, y en un Mundial. Y había sido sancionado y suspendido para pisar un terreno de juego por varios meses y muchos partidos. El Liverpool, que era su equipo entonces, sabía que un jugador con esa fama no podía seguir jugando en Inglaterra. Lo vendió.
Nunca he escatimado un elogio hacia Suárez cuando lo ha merecido. Tampoco mi admiración hacia un goleador de primera calidad. Y en mi memoria siempre recordaré ese sublime gol de taconazo ante el Mallorca. Pero no me creo sus lágrimas. Se va rabioso porque no se quería ir, porque aquí vivía más que bien. Aquí mandaba. Tenía poder. Era el gran amigo de Messi. Y por eso creía ser intocable.