Dice la cultura popular que el término amarrategui, en contra de lo que algunos puedan creer, no viene del italiano, origen del catenaccio, aunque ambos vocablos son primos hermanos a nivel de significado. El citado neologismo procede de la conjunción entre el verbo español amarrar y el sufijo vasco tegui, que se utiliza para enfatizar una cualidad de una persona. En este caso se trata de una persona que amarra o es amarradora. Es decir, muy conservadora.
Quique Setién no es vasco, pero casi. Desde su Cantabria natal, y debido a su profundo conocimiento de la jerga futbolística tras toda una vida dedicada a esta hermosa profesión, el técnico del Barça es un perfecto conocedor de lo que esa expresión significa. Y, hasta el día de hoy, había hecho méritos más que suficientes para ser considerado lo opuesto a ese palabro.
Su amplio bagaje como técnico y jugador llevó a Setién a ganarse una fama más bien contraria a la que comporta el adjetivo amarrategui. Autoproclamado Cruyffista, demostró en Lugo, Las Palmas y Sevilla una obsesión por el juego de ataque. Curiosamente, en el equipo más ofensivo que nunca soñará entrenar, el Barcelona, Quique está mostrando su faceta más reservista.
Da la sensación que la presión/intimidación que imprime el FC Barcelona puede convertir en cobarde al más osado de los valientes. Y es que Setién, con una escuadra plagada de algunas de las estrellas más brillantes del firmamento futbolero, decidió este viernes durante la segunda parte del Sevilla-Barça jugar a no perder.
Él mismo lo reconoció en la rueda de prensa posterior al encuentro, cuando le costó encontrar argumentos para explicar que no hubiese dado ni un minuto al joven Ansu Fati, que, pese a sus 17 años, fue el jugador más desequilibrante del anterior partido contra el Leganés. Setién aclaró que pensó en poner a Fati sobre el verde, pero a su vez temía con su entrada perder el equilibrio necesario para controlar el partido ante un rival con carrileros muy veloces, como Reguilón y Navas, capaces de hacer mucho daño a la contra.
Con esa respuesta titubeante, Setién reconocía que prefirió jugar a no perder que a ganar el partido, pensando que podían ser más peligrosas las contras del rival que la pólvora ofensiva del conjunto azulgrana, cuya plantilla es la mejor pagada del mundo. Pero no solo con su respuesta en sala de prensa confesó esos miedos, también con su gestión durante el partido.
Los jugadores del Barça, cabizbajos tras empatar contra el Sevilla / EFE
El técnico cántabro tardó mucho en mover el banquillo. Su homólogo en el rival, Julen Lopetegui, efectuaba el cuarto cambio del Sevilla en el minuto 68, mientras que el Barça había realizado la primera sustitución cinco minutos antes. Y de corte defensivo. Arthur Melo, centrocampista tan técnico como poco ofensivo, entraba al campo para dar control en la medular, en lugar de Braithwaite, un delantero veloz que pasó inadvertido en el Sánchez Pizjuán.
El siguiente cambio no llegó hasta el minuto 77 y, en este caso, sí que fue de corte ofensivo, pero el temor que desprendía el staff técnico blaugrana no ayudó a que Griezmann entrase con el coraje necesario al terreno de juego. Su cara transmitía una mezcla de miedo y pesadumbre, después de haber sido señalado con la suplencia para ofrecer la titularidad a un jugador que costó 100 millones de euros menos que él escasos días más tarde de que el propio Setién lo hubiese calificado de “indiscutible”.
El Principito poco pudo hacer en 20 minutos y cuando tuvo alguna ocasión para encarar al rival o buscar la acción individual, no se atrevió. Como tampoco se atrevía Semedo a encarar en una despejada banda derecha, ideal para su velocidad. La responsabilidad de resolver correspondía a Messi y Luis Suárez, dos jugadores tan temibles, y temidos, que seguramente generan al entrenador ese miedo a perder teniéndolos a ellos en el campo.
Un temor que lleva al técnico a no corregir nada en la primera pausa de hidratación porque “estábamos haciendo las cosas muy bien” en los primeros 30 minutos. Un temor que lleva al técnico a dejar que los propios jugadores lleven la batuta en esos descansos sin pensar en anticiparse a lo que hará el rival para frenarlos o sin aportar soluciones al estancamiento posterior en el juego. Un temor capaz de convertir al técnico más ofensivo en un amarrategui.