La semana pasada Emilio Pérez de Rozas escribió un monumental artículo en El Periódico en el que hablaba de la extraña magia que tiene el Barça para transformar a las personas, especialmente a todo aquel que llega a ejercer funciones directivas.
Hablaba de Emili Rousaud, un empresario exitoso que había sido nominado candidato continuista de la junta de Josep María Bartomeu, con el apoyo de todos los directivos. Rousaud entró por la puerta principal y salió por la del servicio. Entró en silencio y salió haciendo más bulla que un grupo flamenco. Apareció como vocal y se ha ido siendo vicepresidente. Es más conocido hoy que ayer, pero su fama ha sido efímera. Se le subieron los humos antes de tiempo y como fue descubierto acabó siendo desleal no solo a sus compañeros de junta, de los que habló mal allá donde le pusieron un micrófono o una página de diario. También fue desleal al Barça. Lanzó una grave acusación que luego tuvo que rectificar. Dijo que alguien había metido mano a la caja, pero lo dejó en un “alguien” sin nombre ni apellido.
Disparó tantos tiros que hasta se hizo más daño que el que le hubiera hecho otro candidato en plena campaña. Ha sido el precandidato más rápido de la historia del barcelonismo. Pretendió hacer oposición desde dentro y se derrotó solito. Si tenía algún seguidor, lo perdió. Hoy Rousaud no le ganaría unas elecciones a Agustí Benedito, y mucho menos a Jan Laporta.