Ernesto Valverde respetó mucho las jerarquías de su plantilla en sus dos primeros cursos en el FC Barcelona. En las grandes citas, solían jugar los futbolistas con más cartel, pero el batacazo de Liverpool y la posterior derrota contra el Valencia en la final de la Copa del Rey dejaron muy tocado al técnico azulgrana, víctima de su conservadurismo en la gestión del grupo.
A Josep Maria Bartomeu, presidente del Barça, le pidieron la cabeza de su capataz. El pasado junio, el club se instaló en un clima de zozobra que amenazaba la continuidad del entrenador, respaldado por Messi y los pesos pesados del vestuario. Bartomeu apenas se inmutó antes las presiones y le dio otra oportunidad a Valverde. Le pidió, eso sí, que fuera valiente. Que fuera justo.
Y Valverde, un hombre de club, una persona tremendamente pragmática, tomó nota. Sin aspavientos y sin hacer ruido. En verano pudo quejarse del desgaste de dos giras agotadoras, pero no lo hizo. Optó por buscar la mejor solución a cada circunstancia y soportó las turbulencias que se desataron tras la derrota en Granada.
El Barça, a finales de septiembre, solo había sumado un punto de nueve posible en sus desplazamientos (Bilbao, Pamplona y Granada). Pintaban bastos, pero Valverde apenas se inmutó. No buscó soluciones milagrosas ni extravangantes. Simplemente esperó que Messi se entonara y todo fluyera de nuevo, con la colaboración de Luis Suárez y un De Jong tan descarado como resolutivo.
Calmadas las tensiones, Valverde ha continuado su particular revolución. Hoy, juega quien más lo merece y el técnico envía sus mensajes a través de las convocatorias y, sobre todo, las alineaciones. Curioso o no, el técnico prescindió en el último partido de Griezmann y Arthur. Tal vez porque el primero se fue unos días a Estados Unidos para ver un partido de la NBA y el segundo se paseó con un patinete eléctrico por Barcelona.
Valverde, hombre de buenos modales, castiga o motiva sin levantar la voz. Y quien más desesperado debe estar es Aleñá, desaparecido en combate tras la primera parte de Bilbao. Cuesta creer que sus reiteradas ausencias se deban a motivos meramente deportivos. El castigo, en cualquier caso, es duro. Tal vez porque el pecado fue grande.