Javier Montes (Madrid, 1976) no sólo es un escritor original e interesante que con el ensayo La ceremonia del porno, escrito con Andrés Barba, ganó el premio Anagrama de Ensayo, y luego en la misma editorial barcelonesa ha publicado La vida de hotel, Luz del fuego y Varados en Río, además del delicioso y breve La radio puesta, del que hablamos aquí el año pasado. Es un narrador siempre original e incisivo.
Pero si hemos contactado con él para que seleccione una obra de arte que le parezca especialmente lograda no es sólo porque nos gusten sus libros y su cabeza, ni por sus traducciones de Shakespeare para editorial Alba y los clásicos de Gredos, ni por sus realizaciones como comisario de exposiciones o simposios, sino porque además es uno de los pocos, de los muy pocos, críticos españoles de arte contemporáneo –colabora en media docena de revistas y diarios— a los que se les entiende, venturosamente lejos de la tradición abstrusa de tantos otros y cerca de la tradición de transparencia y claridad de la mejor crítica anglosajona.
Le dije: “Javier, elige una sola obra, y por favor, que no sea de Richter, que ya lo elogiaron Marta Peirano y Enrique Vila-Matas, ni el Perfect Lovers de González-Torres, que ya lo celebraron Fito Conesa e Iván de la Nuez.”
Me respondió: “no, tranquilo, elijo el Criadero de polvo de Marcel Duchamp y Man Ray. Te explicaré el por qué por escrito, lo prefiero así.”
Esa noche me llegó su mail, que reproduzco a continuación, y que confima lo que acabo de explicar sobre su legibilidad y transparencia al hablar de arte:
Élevage de poussière (Criadero de polvo)
“Una noche de 1920 Ray visita a Duchamp en su estudio de Nueva York y ve el Gran Vidrio a medio hacer, arrumbado en una esquina y lleno de polvo. Cuando Duchamp va a pasarle un trapo, le dice que ni se le ocurra, que lo deje tal cual para fotografiarlo así. Como en el estudio sólo hay una bombilla, hará falta mucho tiempo de exposición, así que monta la cámara sobre un trípode, deja el obturador abierto, cierran el estudio con llave y se van a cenar mientras la gelatina de plata se impresiona.
>> La imagen que resulta es misteriosísima: una especie de paisaje marciano, una vista de pájaro de un planeta nuevo. Cuando la publican un par de años más tarde, se la atribuyen a Rrose Sélavy y la acompañan de una breve leyenda: “He aquí los dominios de Rrose Sélavy: ¡Qué áridos, y qué fértiles! ¡Qué tristes, y qué gozosos!”
>> Me gusta muchísimo todo en esta historia: la obra en realidad no es que sea anónima, ni colectiva, ni firmada con seudónimo, es que es una obra sin autor, que se hace sola, quizá la primera de la Historia. Me gusta el ambiente misterioso, que me recuerda a los enigmas policíacos "de cuarto cerrado" donde la fechoría se comete en una habitación sellada en la que nadie pudo entrar o salir. Me encanta que mientras tanto los supuestos artistas estén cenando y bebiendo y pasándolo bien, ese lado disfrutón y antisolemne de Duchamp, que de viejo afirmó una vez: "He tenido una vida absolutamente maravillosa".
>> Y creo que la foto era en realidad el mapa futuro del arte por venir: árido, fértil, triste y gozoso a la vez, como la vida misma.
>>En el Reina Sofía hay expuesta una copia de una tirada moderna, por si alguien quiere verla en vivo. Y aprovecho para una cuña publicitaria, porque yo escribí un librito sobre todo esto, El misterioso caso del asesinato del arte moderno, que publicó la estupendísima editorial Wunderkammer en 2020.”
Hasta aquí la explicación de Javier Montes. Por cierto que yo ignoraba que haya escrito ese libro. Como me gusta Duchamp, y me gusta él y lo que escribe –y también, desde luego, la pequeña, exquisita y rara editorial Wunderkammer, voy a ver cómo consigo un ejemplar…
