No suele ser habitual que se abuchee en el Liceu, al menos de manera tan clara y dirigida como en el reciente estreno de la producción de La Bohème. Se aplaudió a los protagonistas, especialmente a ellas, pero al salir el equipo artístico a escena una parte significativa del público comenzó con sus abucheos y siguió así hasta que el siempre lento telón cayó.
Habría que preguntar a quienes abuchearon a quién iban dirigidas sus protestas, pero lo más probable es que vayan contra el recién estrenado “artista residente”, una suerte de segundo director artístico que dejará su impronta durante al menos esta y tres temporadas más.
Poco queda del fascinante Mediterrani, mar olimpic de la ceremonia de inauguración de los juegos del 92 en la prolífica obra operística de Àlex Oller, siempre con tendencias a lo lúgubre cuando no a lo cutre. Oller no fue profeta en su tierra, pero es cada vez más reconocido en las óperas que aspiran a un puesto en el Olimpo. En el estreno de su Bohème se ahorró el abucheo por estar preparando Carmen en Tokio.
La escenografía de esta Bohème es más que correcta, destacando lo bien resuelto que está el segundo acto con la entrada del Caffe Momus, pero el vestuario, salvo el de las camareras y el de Musette en el citado bar, es un desastre, por no hablar de la innecesaria irrupción de manteros, de la reconversión de militares en majorettes o de la sorprendente calvicie de Mimí al final de la obra, aquejada de cáncer en lugar de tuberculosis. No hay duda de que el artista residente no va a dejar indiferente al Liceu, lo cual es una buena noticia, porque el Liceu necesita despertar y tratar de buscar su sitio, toda vez que el Real de Madrid ya está jugando en otra liga, por repartos, premios y ambición.
¿Morir de melancolía?
Y aunque las voces fueron aplaudidas, se nota que es un elenco joven, por desarrollar. La mejor sin duda Mimí, encarnada en el elenco principal por la rumana Anita Hartig, con una voz más que brillante, a la altura del papel pero que, no por su culpa, se “come” a Rodolfo, el tenor portugués Atalla Ayan, dueño de una bonita pero poco potente voz. Algunas escenas maravillosas, sobre todo del primer acto, saben a poco por la falta de volumen o por la mala proyección de la voz debido al escenario, quién sabe. Pero lo que es cierto es que Mimí se alza sobre la orquesta y Rodolfo naufraga en ella varias veces. Y algo similar sucede con la segunda pareja de la obra, Roberto de Candia, Marcello, que sucumbe ante la voz de una más que creíble Musetta, Valentina Naforniţa, en un papel algo artificioso, pero esa es la esencia de Musetta, la frivolidad y el artificio. El resto de voces no pasan del aprobado, de nuevo dejando en evidencia que el Liceu no está para grandes contratos porque esta temporada había agenda libre de casi todo el mundo.
Esta Bohème puede ser prólogo de lo que nos espera, fuegos artificiales en la escena buscando la provocación, gracias al artista residente y voces tirando a justas porque el Liceu no está para grandes dispendios, con la excepción de Camarena, que parece enamorado de nuestra ciudad. Tardaremos años en ver una ópera escenificada, que no un concierto, con Florez, Netrebko o Kaufmann, a quienes estamos condenados a ver en bolos variopintos y no en óperas representadas salvo que marchemos hacia Madrid. El Liceu corre la misma suerte de Mimí, morir en la melancolía.