Alberto Rodríguez, Bárbara Lennie, Javier Gutiérrez y Dani Rovira

Alberto Rodríguez, Bárbara Lennie, Javier Gutiérrez y Dani Rovira

Creación

El cine español se reivindica: una gala extensa, irregular y con una dominadora absoluta: 'La isla mínima'

Javier Gutiérrez, Dani Rovira, Antonio Banderas y Pedro Almodóvar son algunos de los protagonistas de la 29 edición de los Premios Goya, que entrega la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. 'La isla mínima', de Alberto Rodríguez, es la gran triunfadora de la noche.

8 febrero, 2015 13:14

La gala de los Goya, la joya de la corona de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España es, por definición, un inacabable y monótono espectáculo fallido solo apto para incondicionales -que no cinéfilos- de la farándula, familiares y amigos. Un programa de tres horas y cincuenta minutos solo es equiparable a la retransmisión de un pleno en el Congreso, programa con el que acaso deba hacerse la comparación para valorar la enorme capacidad para generar incomodidad en los espectadores, a juzgar por las sinceras reacciones hieráticas de los asistentes enfocados por la cámara en algunos de los momentos más 'brillantes' del programa.

El argumento de la gala no varía de año a año, y se busca aderezar el insípido guiso con algunas gotas de humor, a medio camino entre el humor blanco, la suave crítica social y algunas actuaciones de escaso relieve, como la del excelente humorista Álex O'Dogherty reconvertido, para la ocasión, en aburrido polifonista, o la sorprendente actuación de Miguel Poveda, muy alejada de sus dominios habituales e incursionando en lo que supongo que entendería como canción comprometida, y que apenas concitó emoción ninguna.

Lo cierto, y vamos entrando en materia, señorías, es que la apertura de la velada con ese canto a sí mismo del cine español a través de la euforizante canción del Dúo Dinámico, 'Resistiré' -un deseo que fue confirmado por el Goya de Honor, Antonio Banderas, y por la pléyade de excelentes directores que están tomando el relevo a las viejas glorias- parecía augurar una velada algo más original que en otras ocasiones.

La irrupción en escena de Dani Rovira, absoluto rey del desparpajo y excelente monologuista humorístico, amén de candidato a actor revelación, lo que le dio a la gala un punto de autoironía muy conseguido, por las bromas que se permitía el presentador con sus rivales, especialmente con 'el niño' Jesús Castro -"el de la mirada turquesa", se chanceó Rovira con cariño-, consiguió, por momentos, que cierta campechanía, no exenta de expresivos tacos habituales, cuarteara la rigidez protocolaria de quienes cumplieron obedientemente con las reglas del simulacro de los Oscar que es esta fiesta de la Academia y comparecieron, como los y las presentadores, con una galería inacabable de trajes a medio camino entre la mediana costura, los bailes de debutantes y el carnaval de Tenerife. El "Nacho" con que tuteó durante toda la gala al ministro Wert, después de pedir permiso, eso sí, es indicativo del tono íntimo que quiso darle al baile de vanidades.

Así que empezó el desfile de los premiados, y a pesar de las sobrias presentaciones de los ceremoniosos compañeros -si bien hubo presencias que llamaron poderosamente la atención estética, como el dúo Terele Pávez-Jorge Sanz- el lento rosario de agradecimientos archimanidos permitió que, salvo un leve pullazo -que no llegó a puyazo- de Pedro Almodóvar hacia Wert, acogido con cierta indiferencia, el ministro saliera indemne de una gala en la que solía convertirse en algo así como el representante de la casta y los premiados fueran todos podemitas disfrazados de diseño.

Hubo alusiones, es cierto, a la imposición del 21%, pero, quizás por el buen año de taquilla, se hizo más énfasis en lo que el cine, como industria, ha contribuido en 2014 al PIB, en términos económicos, y en lo mucho que han contribuido películas como las premiadas a la salud estética y cultural de los espectadores españoles. En general, sin embargo, pudimos percatarnos de que los profesionales del cine dominan a la perfección el mundo de las imágenes pero en absoluto el de la elocuencia, y que algunas reacciones viscerales incluso llegaran a percibirse como sobreactuadas, como impone el original al simulacro.

Momento importante de la noche fue la entrega del Goya de Honor a un actor quizá demasiado joven para recibirlo, porque, aún en activo, y tan inquieto como él es, aún podría tener ocasión de optar a un Goya competitivo. Malévolamente puede entenderse que los miembros de la Academia desconfían de que un actor con serias limitaciones interpretativas y escasos aciertos en su dilatada filmografía, pueda lograrlo alguna vez y ha decidido, dada su innegable proyección nacional e internacional, reparar con excesivo adelanto lo que en modo alguno hubiera sido una injusticia. Por suerte, este país siempre ha estado lleno de inconmensurables actores y actrices, como el propio palmarés de este año nos lo prueba.

Más allá de estas consideraciones, he de reconocer que el mejor discurso de la noche corrió a cargo de Antonio Banderas, el "chavea" de Málaga con un sueño y una determinación. Que quiera seguir contribuyendo al desarrollo del cine español con sus experiencia, su influencia e incluso su capital me pareció una excelente noticia. Esperemos que el segundo tiempo de su partido esté lleno de goals. El discurso, plenamente autobiográfico, resaltó la confianza en uno mismo, el trabajo duro y la ilusión permanente como los motores del éxito. No lo dijo, pero lo podría haber dicho: "La suerte, para el que se la trabaja". En cierta manera, la radiografía del éxito ofrecida por Banderas enlazaba con la exposición bien intencionada, pero de mediocre elocuencia, hecha por Macho, el presidente de la Academia, quien reivindicó que el cine se convirtiera en "asunto de Estado", como en Norteamérica y en Francia, cuyos embajadores asistían a la gala, y defendió el amor al trabajo bien hecho como la única receta posible para conseguir lo que este año se había conseguido, que el público volviera, en masa, a ver películas españolas, de ahí el emotivo agradecimiento que nos dedicó.

El presentador de la gala, Dani Rovira, no tuvo la sobreexposición que años atrás otros tuvieron, lamentablemente, como Rosa María Sardà o José Corbacho. Midió sus apariciones y cada vez que lo hacía, mejoraba el tono del acto, con su deliberado desenvaramiento, y una cierta distancia, casi brechtiana, que permitía poder reírnos con él de cuanto le rodeaba. Excepto -porque en casi cuatro horas hay para poner muchos peros...- cuando ensayó una unión entre el estilo de sus monólogos y el contenido de la gala en los "tráileres" de las "películas imposibles", el cruce de películas de los directores nominados, en los que advertimos lo difícil que es crear el humor con el pie obligado -algo únicamente al alcance de los auténticos repentistas-, en vez de con la imaginación libre. Salió airoso del cometido y es justo agradecerle que hiciera algo más llevadero el desfile nominario inacabable.

Todo el mundo ya lo sabe: la gran triunfadora de la gala fue 'La isla mínima', con 10 Goyas que incluyen los 'premios gordos': la mejor película, el mejor director, el mejor guión, la mejor fotografía, la mejor música, el mejor montaje, el mejor actor protagonista, la actriz revelación, la mejor dirección artística y el mejor vestuario. ¡Pleno total! Este crítico ya aventuró en su día que la película merecía un Goya total, en todos los aspectos de la obra, y mencionaba algunos de los ayer entregados. El único pero que cabría poner a la Academia es no haber tenido el suficiente valor como para haber otorgado un premio exaequo a Javier Gutiérrez y a Raúl Arévalo -de hecho, hubiera honrado a Gutiérrez haber hecho subir al escenario a su compañero de reparto- porque no se entiende una interpretación sin la otra, del modo que en Cannes entendieron que Rabal y Landa lo merecieron por 'Los santos inocentes'.

Es preciso que la Academia se replantee una macrofiesta como la que tiene montada y piense en alguna solución atrevida, como ofrecerla en dos partes, sábado y domingo, por ejemplo, o bien recortar las transiciones para evitar tanto desfile del star system patrio, no siempre, en sus prime. Este crítico, dada la noche andaluza que nos tocó vivir, mucho se sospecha que cunda el ejemplo y tengamos, de aquí a poco, un parto: la Academia de Cine Andaluz.

Finalmente, y esto me lo sugirió el capítulo anual dedicado al recuerdo de "los que nos dejaron" y la contemplación, en él, de Juan Miguel Lamet, de quien tanto aprendí en aquella orgía cinéfila que era el programa de José Luis Garci, '¡Qué grande es el cine!': ¿Se ha planteado la Academia española que los críticos somos también parte de la industria? Siempre me pareció clamorosa la ausencia de ellos en estos reconocimientos, como si en realidad fueran -y a veces lo somos, ¡qué remedio!- los malvados de la velada, la "bisha" que no se nombra; pero desde que ejerzo como tal en CRÓNICA GLOBAL, más hiriente me parece ese olvido deliberado, ese ostracismo. ¡Cuántas películas no exhiben orgullosas en sus promociones las opiniones de los críticos como el mejor aval posible! La Academia debería reconsiderarlo.