Todo lo cambia el tiempo, hasta la memoria, por eso, antes de que nadie sepa qué fueron y por si acaso hay alguien que tenga influencia para que no desaparezcan los pocos que aún sobreviven, quiero, pendiente de una nueva crítica de un estreno, que pronto volveré a ofrecer, rendir un modesto y pequeño homenaje a una institución estival que a buen seguro ha marcado muchas noches de verano de todos los que tienen la suerte de tener uno cerca o bien a los que lo han tenido: el cine de verano.
En la zona de San Pedro del Pinatar y Santiago de la Ribera, a la que tan ligada está mi infancia, convivieron hasta cinco cines de verano con programa doble que se llenaban completamente, a pesar de la dureza de sus sillas metálicas, para combatir la cual nos presentábamos los asistentes armados con nuestros dos buenos cojines por barba para acomodarnos hasta bien entrada la madrugada. Aquellas viejas noches de estío, con la cena en las bolsas, con el tomate abierto en dos y rociado con sal, con los embutidos, los huevos duros pelados con fervor y también rociados de sal y, de postre, con las inevitables pipas de girasol que escupíamos al suelo con total libertad, como todo el mundo, bajo las nubes densas de los cigarrillos de los mayores. Aquellas noches cinematográficas estaban decididamente fuera del calendario, constituían un tiempo de excepción, la posibilidad de alargar el día hasta más allá de la una de la madrugada, una transgresión, para nuestra parva edad, que valorábamos como una diplomatura en el curso inicial de la experiencia de la vida.
Desde las famosas 7 aventuras de Kit Carson hasta los episodios del Llanero solitario, Lone Ranger, con su famoso Aion, Silver –que traducíamos los niños del original Hi-Yo, Silver, away, el grito con que espoleaba su blanquísima cabalgadura como un Cid o un Santiago Matamoros cualquiera, y que después imitábamos en nuestros juegos– que contemplábamos arrobados, hasta las películas de Tarzán, con un Johnny Weissmuller espléndido de físico y de primitivismo, tan metido en su papel que incluso durante sus últimos días en el hospital donde murió, aún trataba, en vano, de imitar el grito de su personaje, irreproducible por garganta humana alguna, pues se confeccionó mezclando diferentes grabaciones; pasando por las clásicas, una de romanos o una de guerra o una de gánsters, las noches de verano en el cine, cena incluida, con el aroma embriagador de los jazmines que rodeaban el recinto del cine, siempre permanecerán en la memoria del niño y del adulto que incluso quiso llevar a sus hijos al mismo cine al lado del que quise fotografiarme antes de que lo demoliesen para construir apartamentos sin historias donde yo viví tantas y tantas lleno de emoción; quería compartir con ellos una experiencia que, desgraciadamente, va desapareciendo de nuestras costumbres o urbanizándose, como ocurre con el cine en las tumbonas del CCCB o de las noches de cine en el castillo de Montjuïc, muy alejadas de la institución veraniega a la que yo quiero rendir homenaje, porque también en aquellas noches cuajadas de estrellas consolidé mi amor al cine, al ojo cosmológico al que no he podido dejar de mirar desde entonces, esperando siempre que me devuelva la magia de unas historias que me han hecho soñar y reflexionar, y que tan poderosamente han contribuido a mi formación.
He viajado por el sur, y salvo en San José (Almería), donde ofrecían Thor al día siguiente de nuestra marcha, ¡lástima!, en ningún otro sitio he hallado que sobreviviera la vieja institución. El ordenador nos ha traído la sesión individualizada y ha acabado con aquella comunión popular de los espectadores abstraídos en la inmensa pantalla, mucho mayor que las de la salas cubiertas, y con un sonido altísimo, acaso para imponerse al de las ferias cercanas; esos veraneantes que, incapaces de soportar el calor diurno, se refugiaban en el cine de verano, fresquitos, para alargar las noches con la visión de los últimos éxitos que probablemente no vieron de estreno y que ahora los ven encantados por la mitad de precio y por duplicado, porque el cine de verano es hijo del cine de barrio de doble sesión que, lamentablemente, se ha extinguido hace ya muchos años y en el que, los que no podíamos asistir a los de estreno, por el precio, teníamos que soportar que algunas películas nos las cortasen para ajustarlas a la hora y media impepinable de cada uno de los tres pasos que ofrecían.
No sé si esto que escribo es ya el epitafio del cine de verano o un grito desesperado para que una institución tan entrañable no desaparezca de nuestros pueblos de mar y de montaña, para que se conserve parte de nuestra memoria cinematográfica, para que, al fin y al cabo, esa específica memoria cosmológica nuestra no sea eso exactamente: un recuerdo a punto de desvanecerse en la negra noche de los tiempos.