Autor: Lope de Vega.
Adaptación de Lluís Pasqual a partir de la versión de Francisco Rico.
Companyes: La kompanyia Lliure y Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico
Intérpretes: Laura Aubert Ana / Javier Beltrán Don Alonso / Paula Blanco Doña Leonor / Jordi Collet Don Pedro, músico / Carlos Cuevas Don Fernando / Pol López Tello / Pepe Motos músico / Francisco Ortiz Don Rodrigo / Mima Riera Doña Inés / Antonio Sánchez músico /Rosa Maria Sardà - Francesca Piñón Fabia / David Verdaguer Condestable / Samuel Viyuela González Rey Juan
Escenografía Paco Azorín.
Vestuario Alejandro Andújar.
Iluminación Lluís Pasqual y Fernando Ayuste.
Composición y dirección musical Dani Espasa / arreglos flamencos Pepe Motos / espacio sonoro Roc Mateu.
Coproducción Teatre Lliure y Compañía Nacional de Teatro Clásico
Sala: Teatre Mercat de les Flors
Como si fuera un regalo para los alumnos destacados de una promoción de cualquier escuela de teatro de nuestro país, un Lluís Pasqual en horas bajas o trabajando de encargo, pero sin motivación, se ha metido en una apuesta teatral de la que no sale bien parado, aun poniendo el aval de sus muchos y excelentes méritos al servicio de los voluntariosos e inexpertos jóvenes de esta coproducción que, al menos, es una muestra evidente del poder de la cultura para unir a las gentes de España.
El caballero de Olmedo, escrita por Lope a partir de la sugerencia de una cancioncilla popular llena de extraño lirismo trágico, casi resulta desfigurada en esta apuesta escénica en la que el texto aparece como un pretetexto para esa fusion ultramoderna que pierde de vista algunos valores esenciales del teatro en verso, como la propia dicción de los actores –las actrices son costal aparte, y entre ellas un saco especial el de Rosa Maria Sardà–, o la ausencia del mínimo dominio corporal que ha de acreditar un aspirante a actor: hay –en una comedia "de capa y espada" que también es, como toda obra de Lope que se precie El caballero de Olmedo- una lucha entre rivales que suscita vergüenza ajena, por ejemplo. Otra cosa son las fulgurantes invenciones con que se injertan en la obra aspectos que supuestamente quieren enriquecerla y que, sin embargo, no consiguen sino distraer al espectador de lo verdaderamente importante: el maravilloso verso lopesco vencedor de con cuantos tópicos rellena la obra por mor de su genio versificador, que no hallará par sino en el Calderón de La vida es sueño y, más cerca de nosotros, en el Zorrilla de D. Juan Tenorio y, a lo burlesco, en La venganza de Don Mendo, de Muñoz Seca.
Que se haya fusionado el flamenco con las coplas castellanas y con el tango, que el criado se convierta en andaluz sin que en la obra se especifique dicho origen, y que, para desgracia y aflicción del espectador, el desdichado intérprete del mismo haya tomado como modelo de gracioso a Chiquito de la Calzada o que en un juego interior de la trama el criado se presente como calahorreño y nos lo conviertan en gallego, son todo pequeños juegos de intertextualidad cuyo objetivo, más allá de la novedad por la novedad, nunca queda claro, por lo que acaba viéndose como un mero adorno, una refitolería pastichera, una auténtica bagatela.
He de reconocer, no obstante, que la interpretación del tango es magistral, que los acompañamientos aflamencados son excelentes, aunque le dan un toque lorquiano que poco o nada tiene que ver con el teatro castellanísimo de Lope, y que el cantaor tiene una miaja de pellizco que llega al espectador en el encuentro del protagonista con el campesino que le canta la muerte que va a acabar con D. Alonso.
Nada en la obra, por lo que hace al contenido, se aparta del viejo esquema de la Celestina, al que se ajusta como un guante, como se deja hecha referencia en el texto, del mismo modo que esta se ajustaba al modelo de la Trotaconventos de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y ésta a su vez… La retórica caballeresca del enamorado, contrarrestada por la paródica del criado, halla su expresión en esta obra que, sin embargo, es capaz de transmitir, a partir de la mínima noticia de una muerte que quedó en la memoria de las gentes, el drama del destino, un poco al estilo metanovelesco del Quijote –la obra es posterior a la redacción de ambas partes de la obra cervantina–, porque el personaje oye al campesino el cantar que, supuestamente, nació después de su muerte, en un extraño giro argumental que comúnmente pasa desapercibido.
Se trata, hemos de insistir en ello, de una adaptación, lo cual significa una poda notable del texto, que suprime algunas tiradas llenas de feliz invención poética y elimina completamente el típico final con la presencia del rey justiciero, dejándolo abierto, algo completamente opuesto al espíritu de la obra y de su autor.
La interpretación, con carencias alarmantes en la dicción –hay tiradas de versos que simplemente son ininteligibles por inaudibles– y en el movimiento, sobre todo en los intérpretes masculinos, contrasta con la meritoria actuación de la joven protagonista de la historia amorosa, Doña Inés, representado por Mima Riera; y más aún con la interpretación excelente y ajustada de la Sardà, a la que acaso le sobren algunos gestos redundantes, pero cuya clara dicción y naturalidad en el movimiento son un ejemplo del mucho trabajo que les queda a estos jóvenes por delante para convertirse en auténticos actores y actrices.
El montaje desnudo insiste en el eco lorquiano de una lejana Bodas de sangre, y algún detalle, como el de la luna que contempla la muerte de don Alonso, la gala de Medina, la flor de Olmedo, recuerda el final de Melancolía, de Lars von Trier.
Se trata, en conjunto, de una obra que hubiera necesitado un pulimiento mayor para presentarla como una obra digna de que los espectadores hicieran el esfuerzo que en nuestros días supone comprar las entradas para el teatro. Porque, aun pareciendo una función de fin de curso, tiene un precio de teatro consagrado. ¡Qué abismo entre este Lope pedaceado y aflamencado y el Pitarra excelso que tan poco duró en el TNC!