“La luz bajará en los próximos días… porque va a llover; y, según me dicen, eso hará que los precios bajen”. La frase ya forma parte de la particular antología con la que Mariano Rajoy jalonó su etapa al frente del Gobierno de España. Pero, al margen de la hilaridad que pueda provocar, ilustra mejor de lo que parece uno de los problemas estructurales de la economía española, ahora de plena actualidad por el coste históricamente alto que alcanza la electricidad. Parece obvio que si hay que encomendarse a Santa Bárbara para controlar los precios, algo no se ha hecho bien en el pasado.

Las tensiones en el mercado de la electricidad y su correspondiente traspaso al recibo han sido empleadas con frecuencia por los partidos políticos para atacar al adversario. Precisamente, la frase de Rajoy fue pronunciada en una entrevista en la emisora Onda Cero, a comienzos de 2017, cuando el Ejecutivo que encabezaba era ferozmente atacado por la oposición que lideraban el PSOE y Unidas Podemos debido al encarecimiento de la factura. Cuatro años después, se repite la situación con los papeles cambiados.

La culpa de "los gobiernos"

Y, en el fondo, los críticos aciertan cuando descargan la culpa sobre el Gobierno, aunque cabe matizar: la responsabilidad es de “los gobiernos”. Porque la actual crisis energética comenzó a generarse en el siglo pasado y lo de ahora es consecuencia directa de lo de antes.

La situación es consecuencia de la falta de una estrategia energética definida y a largo plazo en España. Como sucede en asuntos como la Educación, la Sanidad o las infraestructuras, la política energética debe definirse a largo plazo y requiere, por lo tanto, del mayor de los consensos posibles. Porque no es algo que deba revisarse tras cada cambio de legislatura. Y menos en el caso de un país tan dependiente desde el punto de vista energético como es España.

La apuesta de los 90 por el gas

De esto último no tiene la culpa ningún gobierno. Pero sí de haber apostado con firmeza por el gas natural como tecnología dominante en el futuro, como España hizo en la etapa de los gobiernos liderados por Felipe González.

Manifiestamente crítico con la energía nuclear, el Ejecutivo socialista se decantó por los ciclos combinados como el futuro sustento del suministro eléctrico en España, lo que hizo que en la recta final del siglo pasado se construyeran decenas de centrales de este tipo, que producen electricidad a partir del gas natural como combustible.

La Central Térmica de Ciclo Combinado del Puerto de Barcelona por la que Naturgy ha pagado al Ayuntamiento / WIKIPEDIA

Inversiones en redes

Como consecuencia de esta apuesta, las redes se adaptaron a este escenario, lo que determina que, en la actualidad, haya que realizar notables inversiones en este capítulo para cambiar por completo el panorama y adaptarlo a la nueva realidad, con la hegemonía de las energías renovables.

Una de las claves de que el autoconsumo no termine de arrancar, además de los elementos desincentivadores incluidos por los gobiernos del PP, es que la red necesita adaptarse al nuevo horizonte, algo que no se puede hacer de la noche a la mañana. Mientras, los ciclos combinados apenas funcionan a un 15% debido a la sobrecapacidad generada en el sistema.

Déficit de tarifa, la aportación de Rato

Estas ineficiencias, naturalmente, elevan los costes de la electricidad, lo que se traslada al sufrido usuario. Pero no es ni mucho menos el único pecado de cortoplacismo político que asume el consumidor en el recibo. También lo hace, vía costes regulados, con la idea del célebre déficit de tarifa, pergeñada en los tiempos del cambio de siglo por el entonces ministro de Economía Rodrigo Rato.

Con el fin de evitar que el recibo se “calentara” (diferentes épocas pero idéntico problema), Rato determinó cargar sólo una parte de los costes a la tarifa y titulizar el resto, para ir sufragando su coste a largo plazo, como si se tratara de una hipoteca. El efecto fue una burbuja de dimensiones monstruosas que, cuando se quiso reaccionar, ya superaba ampliamente los 20.000 millones de euros, con una imparable tendencia al alza.

Renovables a precio de oro

Con la vuelta del PSOE a la Moncloa en 2004, de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero, la estrategia energética sufrió un nuevo bandazo, un agresivo viraje hacia las energías renovables, de nuevo sin consenso ni visión a largo plazo, que hizo que España pagara un alto coste por una tecnología que aún estaba por desarrollar y que, por lo tanto, presentaba unos precios escasamente competitivos.

Una vez más, la manera de sufragarlo fue recurrir al recibo, con el fin de poder financiar las jugosas primas con las que el Ejecutivo atrajo a los potenciales promotores de las energías limpias; una circunstancia que, al mismo tiempo, generó su propia burbuja: muchos entraron en el negocio con afán especulativo, al calor del incentivo; y muchos otros quedaron atrapados y posteriormente arruinados cuando el sistema de incentivos se suspendió de forma abrupta.

Energía

La reforma de Soria

Fue, de nuevo, tras un cambio de signo en el Ejecutivo. El popular José Manuel Soria diseñó una polémica reforma energética que, además del fin de las primas, estableció el impuesto a la generación para frenar el déficit de tarifa generado por la idea de Rato. Y además, acabó con el sistema de subasta para establecer el precio de la electricidad para adoptar el de tipo marginalista actualmente en vigor, en virtud del cual el coste de cada hora queda fijado por la última tecnología en entrar en el mix, que es la más cara.

De ahí que cuando llovía, el precio tendía a relejarse por la entrada de la hidroeléctrica, algo más económica que otras como las térmicas con carbón nacional, notablemente más caro que el importado de Alemania o Polonia (y que lleva asociados costes como los derechos de emisión de CO2).

Otra tormenta perfecta

La última vuelta de tuerca ha determinado una firme y definitiva apuesta por la energía verde pero, en este caso, de nuevo con el gas natural como tecnología de respaldo, con el ineficiente y contaminante carbón cerrado y las nucleares con la fecha de caducidad determinada y muy penalizadas fiscalmente.

Las alzas de las materias primas y de los derechos de emisión generan la tormenta perfecta sobre un Gobierno que vuelve a buscar soluciones cortoplacistas para detener el fenómeno.