El autogobierno es una responsabilidad. Implica una serie de funciones que son desagradables. En España no se han querido asumir. El Estado de las autonomías es, ciertamente, como no se cansa de repetir el Gobierno de Mariano Rajoy, un Estado descentralizado. De los más descentralizados del mundo. Pero, ¿las autonomías gozan de un verdadero autogobierno? ¿Pueden los ciudadanos de cada comunidad pedir cuentas de verdad cuando hay elecciones?
Eso es lo que nos deberíamos preguntar en los próximos meses, en los que el Gobierno desea impulsar una reforma del sistema de financiación autonómica. Porque, a partir de las respuestas que ofrezcamos, el Estado autonómico derivará hacia un Estado de corte federal o hacia un Estado unitario.
Las Trece Colonias británicas que declararon su independencia y que conduciría al nacimiento de Estados Unidos tuvieron un lema: “ningún impuesto sin representación política”, o “sin representación no hay tributación” (No taxation without representation). Ahora en España se debería plantear una clara asociación: sin recaudación de impuestos no hay autogobierno.
Ante necesidades diferentes, la política debe poder responder con modelos singulares. No todo es igual
Pero, ¿por parte de quién? Ese es el problema, que las comunidades autónomas no desean lo mismo, que hay diferencias porque se ha producido una gran confusión que alimentan los distintos partidos políticos. Ciudadanos defiende con claridad un proyecto recentralizador, pensando que España pudiera ser Francia. Ya no. Aunque se quisiera, España ya no puede ser Francia.
En el caso del PP, convive el espíritu regional del galleguismo con el liberalismo de Madrid, que pretende claramente ser un distrito federal a la mexicana. Y el PSOE está dominado por Andalucía, cuyos dirigentes creen que cualquier reforma que se plantee debe compensar a la comunidad.
Si se elige un parlamento, que elige un gobierno, ¿a partir de qué se le puede pasar cuentas?
La cuestión es que de qué sirve elegir a unos gobernantes en unas elecciones autonómicas cuando apenas tienen responsabilidad en el capítulo de ingresos, y sólo disponen de margen para el gasto, lo más fácil y generador de aplausos, por cierto. ¿Qué se decide realmente? Un parlamento elegido por los ciudadanos, que a su vez, elige a un Ejecutivo, es algo muy serio. No lo hemos asumido.
En el caso de Cataluña y el País Vasco la voluntad de autogobernarse es clara y manifiesta. La respuesta a esta aseveración podría ser que el Gobierno catalán, en los últimos años, ha sido desleal. Y es verdad, y es punible. Pero eso no quita para proponer un modelo en el que el gobierno autonómico recaude los impuestos, sea responsable de los ingresos, y se presente ante el ciudadano para que éste pueda pasarle cuentas. Porque eso implica el autogobierno. Si otras comunidades no lo desean, el modelo también debería poder adaptarse. No todo debe ser igual. Eso no implica desigualdad. Quien quiera más servicios para sus ciudadanos, más allá de los básicos y necesarios, que asuma el esfuerzo fiscal, y se atreva a pasar por las urnas.
Los gobernantes vascos asumieron la responsabilidad de recaudar, apostaron por un autogobierno real
Viene a cuento todo esto porque las críticas al concierto vasco se han formulado de forma incorrecta. Ha sido Ciudadanos quien ha jugado más fuerte. El problema no es el concierto, sino que el Gobierno vasco debería pagar algo más por el cupo, la cifra que paga al conjunto del Estado por los servicios que presta en la comunidad. Pero no hagamos un gran escándalo de ello.
En la transición se acordaron las bases del concierto para todas las provincias vascas --el modelo también es específico para Navarra--. En aquel momento, el peso del PIB vasco era del 6,24%, y sobre ese porcentaje se calculó el cupo. Fue el Gobierno vasco el que asumió la responsabilidad de pagar al Estado sin tener la garantía de que podría ingresar, a través del esfuerzo recaudatorio de su administración, todos los recursos necesarios. Era en 1980, con una crisis económica enorme. Los negociadores catalanes no lo quisieron. Pensaron que corrían un riesgo enorme. No asumieron todo lo que comporta el autogobierno.
Por ello, si pensamos que los niños crecen y se hacen adultos, en España habría llegado el momento de situar a Cataluña en esa primera división, sin deslealtades, con compromisos, con la asunción de responsabilidades por parte de todos. Y sin quejas posteriores. Sin lamentos. Una parte del independentismo vería con buenos ojos una propuesta de ese tipo. Y eso es lo que también debe contar, que se pueda lograr un gran campo de juego común en la sociedad catalana para afrontar otro largo periodo de convivencia y de progreso. ¿Quién se atreve a ser adulto?