Repasar las opiniones de amigos, conocidos, saludados y personas sobre las que se tiene referencia relativas a la situación política catalana lleva a un cierto desasosiego. Pocos quedan sin posición sobre la conveniencia o no de que Cataluña sea un Estado independiente; casi nadie elude pronunciarse sobre si debe celebrarse o no el referéndum del 1-O. El saldo final de las opiniones no puede ser más claro: la división está servida y la fractura social se ha permeabilizado de manera preocupante entre la principales instituciones y entidades de la sociedad civil.

Hay quien sostiene que la actuación de lo que sobrevive a estas alturas de Junts pel Sí es, en sí misma, un golpe de Estado contra la democracia. Ellos, en cambio, opinan que la convocatoria, que por cobardía todavía nadie ha firmado, es justo lo contrario: un clamor u oda popular a la democracia. En todo caso, el golpe que esta actuación política ha propinado a los catalanes sí que es indiscutible. Y ahí, justamente, es donde conviene actuar con urgencia. Salvo, claro está, que como decía en un magnífico artículo la cineasta Isabel Coixet acabemos todos siendo cómplices por omisión de auxilio a una clase política dirigente desnortada y ensimismada.

Hay que parar los sucesivos golpes que nos estamos llevando los catalanes. El primero de todos, el mayor quizá, es tener una administración autonómica que desde hace ya demasiados años ha declinado preocuparse por los problemas reales. Quienes encabezan --o lo han hecho de forma reciente-- los sucesivos gobiernos de la Generalitat principalmente han ejercido como propagandistas con salario público de un nacionalismo radicalizado que ha crecido como una bola de nieve gracias al uso partidista y sectario de la administración. Contamos con un presidente, Carles Puigdemont, que no fue votado para ejercer la responsabilidad que ocupa. A la vista de las deserciones que se han producido en los últimos días y del discurso privado que realizan los antiguos convergentes, hoy --llegada la hora de la verdad-- el grupo parlamentario que le apoya y gobierna el país ha perdido la escasa legitimidad política que decían poseer para actuar así.

Se acabaron los debates sobre cuáles son los mejores modelos educativos que el país necesita, tanto en términos de proyectos curriculares como en materia lingüística o propiedad de los centros educativos y su coexistencia y colaboración. Es, también, un golpe al futuro del país de consecuencias impredecibles.

Ejercer la crítica sobre Antoni Comín, el peor consejero de Sanidad que se recuerda en la historia democrática, poner en cuestión sus arbitrarias, bisoñas y esperpénticas palabras (con las decisiones se cuida algo más) se combate no con argumentos racionales y discursos objetivos, sino con la milonga de que esa crítica procede de su condición de político independentista. No, no es así. Es otro golpe que los catalanes sufriremos en primera persona con un debilitamiento de la sanidad pública, con una enorme desmotivación de sus profesionales y con una pérdida de derechos adquiridos y consolidados gracias a otras luchas antiguas que algunos de los nuevos gobernantes ni conocen ni reconocen.

Es un golpe que las universidades hayan tenido que tomar posiciones a favor o en contra del nonato referéndum del 1-O. Si históricamente existía un lugar en el que la ciencia y la razón se ejercían con libertad y respeto era el ámbito académico. El nacionalismo ha conseguido golpear y malograr también esas estructuras hasta provocar la insólita adhesión de la Universidad de Barcelona al Pacto Nacional por el Referéndum.

Díganme si no es un golpe a los aficionados al deporte que hasta el Barça haya sucumbido a la iniciativa nacionalista. O, utilicen el nombre que quieran, pero no olviden que dos partidos políticos, como Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y Unió Democràtica de Catalunya (UDC), se evaporan ante el debate que una parte de sus dirigentes alentaron sin evaluar las consecuencias futuras de su salida de tono. Que el populismo radical desgobierne el ayuntamiento de la capital catalana también guarda estrecha relación con el debate nacionalista que ha dejado a los principales partidos de la zona moderada de la sociedad en situación crítica, en fase de recomposición de los pedazos que tal implosión ha producido.

Comienza a consolidarse una idea-fuerza ante la proximidad de los acontecimientos y a la vista de la deriva autoritaria de los líderes del soberanismo: no puede ahorrarse ningún esfuerzo y es obligado detener el golpe

Quienes hemos criticado el quietismo de Mariano Rajoy con lo que sucedía en Cataluña debemos admitir que el presidente tenía una razón: los propios catalanes acabaríamos golpeándonos entre nosotros para frenar la sinrazón. Hubiera sido de agradecer que, en algún momento, el Ejecutivo de Madrid hubiera pensado en los ciudadanos de esta zona de España sin cábalas electorales cortoplacistas. Seguro que algún pequeño gesto político habría minimizado la situación en la que nos hallamos sumidos por el avance gradual que se le ha permitido al nacionalismo más radical. Es todo un debate, los más duros del PP o los que se sitúan en extremos antinacionalistas consideran que la situación actual es fruto de los gestos que han alentado a los secesionistas durmientes. Lo cierto, en cualquier caso, es que el golpe, incluso los golpes internos, hubieran sido finalmente menos contundentes de los que estamos viendo y aún están por venir. Al final, nos quedaremos con la idea de que los gobiernos de Madrid y de Barcelona han pugnado, con los catalanes de cualquier ideología como mercancía, desde sus respectivas flaquezas.

Es de agradecer en ese marco el gesto de Pedro Sánchez con los socialistas catalanes. Desplazarse a Barcelona, apoyar en bloque a sus colegas de la calle Nicaragua sin medias tintas para que se recomponga un catalanismo político no secesionista es una imagen esperanzadora como alternativa futura. Mientras en la órbita de Podemos se mantienen las ambigüedades sobre la consulta y el papel en el mismo de las formaciones políticas del universo podemita, el nuevo PSOE es mucho más claro.

En las últimas semanas hay una especie de cántico colectivo para recuperar el catalanismo como eje de una política que esté pendiente de Cataluña, su evolución y futuro, pero que no renuncie a su pertenencia a España, conviva y coexista con el resto de territorios, y avance imparable hacia un europeísmo necesario para vivir refugiados y más cohesionados en épocas de globalización y dudas sobre el progreso del mundo. Algunos de los comentaristas, incluso desde la órbita nacionalista, han visto que los excesos únicamente han engendrado una mayor inestabilidad, desgobierno y la pérdida de energía, tiempo y recursos empleados en un debate llamado desde su inicio al más sonoro y estrepitoso fracaso. No son todos, pero muchos han decidido apearse del tren para no participar en ningún choque posible.

Comienza a consolidarse una idea-fuerza ante la proximidad de los acontecimientos y a la vista de la deriva autoritaria de los líderes del soberanismo: no puede ahorrarse ningún esfuerzo y es obligado detener el golpe. Cómo se logra, qué fórmulas legales de respeto al Estado de derecho y cómo se utilizan vienen a ser cada vez menos importantes si una cada vez mayor parte de la sociedad catalana acaba percibiendo que ése es el principal reto de la política española y la mayor amenaza real a la democracia.

Después habrá que ver cómo se reconstruye la convivencia, se recupera el interés por los problemas reales de las personas y quién o quiénes son los encargados de conducirnos desde las administraciones públicas a la autopista de progreso y desarrollo que no debiéramos haber abandonado jamás. Los peajes que sufragaremos para frenar ese golpe y los que abonaremos en el futuro no son más que una expresión más de la propensión a pagar por todo que en este rico territorio nos acompaña desde tiempos inmemoriales.

La radicalidad nacionalista catalana ha llegado en este instante y en este escenario a la sublimación de su estulticia. Incluso en contra de sus propios intereses de futuro, porque el hartazgo que provoca su espiral épica también tendrá consecuencias electorales cuando llegue el momento. Los golpes encajados y la fractura que cohabita entre ciudadanos empieza a cansar a parte de las clases medias que vieron en el independentismo una respuesta ideológica a todas las dudas que nos nublaron con la crisis económica. Hoy, muchos de aquellos que salieron a la calle en sucesivas Diadas o fueron a votar el 9N hacen suyo el aforismo de Aldous Huxley: "Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje". Por eso, el día realmente histórico de esta Cataluña contemporánea será aquel en que podamos decir y escribir que hemos parado el golpe y todo regrese a la normalidad de una sociedad moderna. Sin romanticismos históricos que falsean el pasado, sin liturgias folclóricas, sin políticos decapitados por corruptos o inconscientes, sin supremacismos lingüísticos, identitarios o de cualquier otro signo, sin mártires ni opresiones, sin renunciar a la solidaridad y generosidad. Esa Cataluña es posible y deseable, cuando cese la sinrazón y el despropósito.