Si existe alguien que represente al Estado español en Cataluña es el presidente de la Cámara legislativa. Lo son también el presidente de la Generalitat y, cada uno en su medida, el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) y el fiscal jefe asignado a tal jurisdicción. Esta es, desde una perspectiva constitucional, una afirmación incuestionable: son los representantes de los poderes separados del Estado en la comunidad autónoma. Pero para secundarla hay que estar libre de los prejuicios que el nacionalismo ha inoculado durante décadas entre los catalanes. Hay que entender que el edificio jurídico del Estado está formado por la Administración central, las autonómicas y las locales, la administración de justicia y las cámaras regionales. Si los nacionalistas llaman fascista y totalitario al Estado, también están bautizando a su administración y a los ayuntamientos catalanes.
Roger Torrent, como presidente del Parlamento catalán, ha asumido un papel nada institucional en las últimas horas. El que parecía un moderado de ERC, capaz de conocer el entramado institucional y administrativo por su condición previa de alcalde, ha mostrado estar tan contaminado por el dogma independentista como cualquier furibundo activista de los que se enfrentaban a los Mossos d’Esquadra hace unas horas.
Su último discurso y sus actuaciones posteriores le convierten en el presidente de la Cámara catalana más sectario y partidista de cuantos ha tenido la institución en los últimos años, al nivel si acaso de Carme Forcadell. Cataluña no es social ni políticamente soberanista. Algo más de la mitad de los ciudadanos rechazan esas posiciones. Que Torrent quiera inducir una huelga general o que presione a los sindicatos de clase para que se sumen a su causa pone de manifiesto que en su papel de primera figura legislativa catalana es tan parcial como fanático de determinadas tesis.
El último discurso de Torrent y sus actuaciones posteriores le convierten en el presidente de la Cámara catalana más sectario y partidista de cuantos ha tenido la institución en los últimos años
Torrent puede equivocarse, como muchos otros que secundan su proceder. Quienes deben mantener el tipo y hacerle reparar en su error son todos aquellos a los que presiona, como los representantes de los trabajadores y los empresarios catalanes. Proponer un nuevo paro de país es de una estulticia rayana en lo increíble. El independentismo podría formar un gobierno y poner la maquinaria del Estado en marcha con sólo proponer un candidato sin problemas judiciales y, claro, votarle. El problema, sin embargo, estriba en que su situación es de tal división y tamaña pelea interna que usan la queja y la lágrima como cortina de humo ante sus problemas. El victimismo de toda la vida arropado por un marketing político tan cansino como irreal.
El presidente del Parlamento ha equivocado su función. Se sobrepone al cometido institucional que le convierte en la primera autoridad regional del Estado en Cataluña en ausencia del representante del Govern de la Generalitat. Es una lástima que Torrent sea incapaz de darse cuenta de que el partido que ganó las elecciones autonómicas fue una fuerza política abiertamente crítica con el independentismo. Ese error le aleja del respeto al ordenamiento jurídico y le aproxima peligrosamente al hooliganismo político más reprochable. Pedir un frente común para intentar otra investidura fallida de Carles Puigdemont es desear lo peor para todos los catalanes, quienes le critican y aquellos que le siguen. No era esa su función, no era ese su cometido. Lo difícil, una vez más, será hacérselo entender en el marco de la borrachera política que le envuelve. Por eso, bravo por las patronales y las centrales sindicales que se alejan de su propósito, sabedores de que toda irresponsabilidad alcanza un límite infranqueable.