Existe una batalla en las escuelas. Una batalla que promueve la clase media, que quiere asegurar que sus hijos puedan mantener su posición en el futuro. Es lógico y razonable. Pero esa batalla puede lesionar el objetivo de la igualdad de oportunidades que debe promover la administración. El proceso soberanista ha venido marcado por esa clase media, que ha llegado a la conclusión de que con un Estado propio podía defender mejor sus intereses, porque en España no se quieren acometer reformas. Ese ha sido el gran mantra de los dirigentes independentistas en todos estos años.

¿Pero qué esconde? Con la defensa de un proyecto político soberanista, se ha querido defender, en realidad, unos determinados intereses, para poder seguir ahí, para no perder posiciones en la escala social. No es criticable, siempre que se diga con claridad, sin subterfugios, sin vender que toda la sociedad catalana en su conjunto, también las clases más desfavorecidas, se iban a ver beneficiadas con un Estado propio.

En Cataluña en los últimos años se han puesto en marcha algunos proyectos educativos de carácter innovador. Uno de ellos es Escola Nova 21, que dirige Eduard Vallory, y que, tras una extensa formación, se ha dedicado a plantear alternativas, a buscar soluciones para un modelo que, ciertamente, ha cambiado poco en los últimos decenios. Colabora en ese proyecto la Fundació Bofill, el Centro Unesco, la UOC y La Caixa.

La clase media se acoge a proyectos de innovación para buscar una distinción frente a otros centros públicos

Hay escuelas públicas y concertadas que han decidido participar. El modelo de gestión, al margen de la innovación pedagógica, pasa por poder contratar profesores, más allá del corsé de los funcionarios, como se ha reflejado en las conversaciones entre el propio Vallory y Josep Maria Jové, el ex número dos del departamento de Economía, que él mismo recogió en sus agendas, y que se detalla en el informe que ha realizado la Guardia Civil. Eso es discutible, se trata de una apuesta de carácter liberal, que huye de la uniformidad en la que se han refugiado muchos colectivos, como los sindicatos, pero que debe ser objeto de un debate intenso sobre qué administración queremos y sobre el poder de la clase funcionarial. Y eso está pendiente, y se debería poder realizar, cierto.

Ahora bien, lo que está ocurriendo es que esa clase media indepe --en el concepto de que defiende la independencia de Cataluña, pero también respecto a la voluntad de tener la mayor autonomía posible para tomar decisiones al margen del conjunto del sistema educativo-- ha comenzado a pedir centros que se acomoden a sus características, que puedan ser calificadas y que muestren signos de distinción respecto a otros centros, los llamados de alta complejidad que casi siempre son públicos y acogen altos porcentajes de inmigración.

Se trata de un fenómeno que algunos expertos como el sociólogo Xavier Bonal, profesor en la UAB, ha denominado “gentrificación escolar”. Esa clase media que ha perdido posiciones en estos años, que no puede acceder a centros concertados que cobran un buen dinero por las actividades complementarias, demanda centros públicos que innoven, como los que colaboran con Escola Nova 21. ¿Y qué ocurre?

La clase media ha iniciado un proceso de gentrificación escolar, dejando colgados los centros de alta complejidad

Sucede que la administración puede sucumbir ante esa demanda y se presta a facilitar nuevas aulas, cuando ya existe una red pública que puede proporcionar las plazas necesarias. Es lo que ha ocurrido exactamente en la derecha del ensanche de Barcelona. Una escuela, Encants, que forma parte de la red de Escola Nova 21, quiere tener continuidad con un nuevo instituto de secundaria, la Angeleta Ferrer, que se pondrá en marcha el próximo curso.

Y los institutos de la zona se han puesto en guardia, como el Pau Claris. Resulta que las asociaciones de padres y madres tuvieron el valor de creer en el bien público, y decidieron que sus hijos, tras dejar las escuelas de primaria, estudiarían en centros de alta complejidad, para dinamizar también los barrios en los que viven. Institutos con casi el 100% de inmigración, tienen ahora el 60%, con buenos resultados para todos los estudiantes, promoviendo la integración social, o --si se quiere decir mejor-- en contra de la segregación social.

¿Pero qué pasa si se ofrecen nuevos centros que sigan ese marketing de la innovación? (sí, cambios debe haber, nada puede ser para siempre). Pasa que atraerán a esa clase media indepe que vela por sus intereses particulares y pondrá en cuestión los proyectos de integración social existentes.

Y este debate es esencial para saber qué sociedad queremos.