En un lugar en el que se repite hasta la saciedad un vocabulario cargado de identidad (policía estatal, Estado español, tribunales estatales... hasta selección estatal he escuchado en alguna ocasión a algún becario radiofónico hablando de la Roja) no es de extrañar que el victimismo invada todos los espacios de debate político y contamine hasta límites exagerados el lenguaje de una generación más joven.
Charlar en Cataluña con cualquier menor de 40 años es garantía de que, entrados en materia política, existirán referencias al enemigo imaginario español, incluso aunque se trate de un convencido partidario de la Constitución. Si a todo ello se añade la constante escenografía que la Generalitat alienta y promueve nadie se puede extrañar de que toda una generación educada en el lamento nacionalista vea a cualquier ser del otro lado del Ebro como alguien vinculado al imperialismo colonial, repleto de falsas explotaciones económicas, manipulaciones culturales o de cualquier signo.
Quienes presentaron ayer en dos actos teatrales la ley de un referéndum que no se celebrará siguieron criminalizando al Estado y a sus representantes, apelando a todos los elementos románticos propios del imaginario nacionalista, insistiendo en la estructural idea de que Cataluña es diferente y tiene un problema con el resto de España. Se da por hecho que el conflicto es bilateral, como la relación administrativa que se persigue desde tiempos inmemoriales: situarse en pie de igualdad, Estado con Estado, una casta dominante frente a sus equivalentes mesetarios.
El independentismo orilla lo que en realidad sucede: una lucha de poder de Cataluña contra Cataluña
Sin embargo, en el fondo de ese razonamiento se orilla lo que en realidad sucede: una lucha de poder de Cataluña contra Cataluña. De unos ciudadanos que pretenden quebrar un statu quo existente con otros que tendrían suficiente con alguna consecución que mejore la vida colectiva; de unos grupos dispuestos a lo que resulte necesario para mostrar su supremacía política y cultural con otros desmovilizados y más preocupados por su cotidianeidad que por afrontar cualquier otro reto; de unos catalanes más ocupados por la salud, la educación y el bienestar individual y colectivo frente a aquellos que prefieren mangonear y lucrarse con el control directo de esas áreas de la comunidad.
Ahí, y no en otro lugar, es donde habita la discusión política catalana. Una irreal confrontación entre quienes persiguen que se imponga una votación sobre sus intereses frente a aquellos que no paran de votar una y otra ocasión en las elecciones autonómicas sin que nadie se ocupe de sus problemas reales mientras sí lo hacen de la entelequia soberanista. Esas dos Cataluñas están a punto de helarnos el corazón, como decía el poeta. Esas dos fracciones que el independentismo niega son las que ahora, ante la presión de una de ellas, caracterizan a una única Cataluña como realidad política, social y cultural: la del país dividido que asiste a muchos actos de una misma representación teatral, un drama para ser exactos, para el que una mayoría de ciudadanos no ha sacado entrada ni tiene interés en la obra.