Cada año, coincidiendo con el aniversario de la ejecución de Lluís Companys, nuestros nacionalistas aprovechan para usarlo de ariete contra la democracia española. Insisten en que fue España, y no la dictadura franquista, la que asesinó al presidente de la Generalitat, una confusión muy conveniente para ir a lo suyo y mantener prietas las filas. Suele exigirse cansinamente por estas fechas que el Estado español pida disculpas a los catalanes y anule el proceso que condujo al fusilamiento. Solo falta exigir la resurrección del difunto.

De la misma manera que no creo que Felipe VI deba pedir excusas por todos los indios muertos a manos de las tropas de los Reyes Católicos, no me parece que la España democrática deba disculparse por lo que hizo la España dictatorial. ¿Y para qué tomarse la molestia de anular un proceso ya anulado de entrada por su origen viciado de justicia franquista, concepto rayano en el oxímoron? Los tiranos hacen esas cosas: fusilar al que les lleva la contraria y someter a su pueblo. Lo de Companys fue un crimen de Estado, de acuerdo, ¿pero de qué sirve seguir dándole vueltas al tema, como no sea para alimentar el mal rollo permanente hacia el país del que uno se quiere salir?

Companys se convierte en una figurita más del pesebre nacionalista, como Rafael Casanova y cualquiera que sirva para demostrar la maldad intrínseca de los españoles

Evidentemente, el hecho de que Companys fuese un gobernante desastroso, pusilánime y calzonazos --¿cómo definir a alguien que se hizo independentista de la noche a la mañana, azuzado por una amante cebolluda?--, bajo cuya administración, puesta patas arriba por los anarquistas, miles de armas fueron a parar a las peores manos, que las utilizaron para asesinar sin tasa, no justifica su ejecución, pero ésta, en cierta medida, otorga un final heroico a alguien cuya trayectoria política no fue especialmente brillante. O como dicen los italianos, un bel morir tutta una vita onora.

La República envió a Companys a la cárcel y la dictadura franquista lo ejecutó. Un hecho histórico lamentable, como tantos otros que se dieron en la convulsa España de los años treinta. Pero servirse de un muerto de antaño para mantener una agenda política de ahora mismo tampoco es muy digno de aplauso, pues suena a aprovechar todo lo que se tenga a mano para seguir yendo a lo suyo. En ese sentido, Companys se convierte en una figurita más del pesebre nacionalista, como Rafael Casanova y cualquiera que sirva para demostrar la maldad intrínseca de los españoles, entre los que no hay diferencia alguna: el fascista de los años 30, como el borbónico de 1714, es igual que el demócrata de principios del siglo XXI porque a alguien le conviene que así sea; y cuantos más se traguen la superchería, mejor que mejor, pues así se alimenta el odio al vecino, que es de lo que se trata.