En principio, ni la unidad de España ni la independencia de Cataluña son temas que deberían preocupar a un indigente, cuyas prioridades suelen ser cómo hacerse con el siguiente trago o qué cajero automático ocupar para pasar la noche. Y, sin embargo, el pasado miércoles, en Barcelona, un sin techo apuñaló a otro hasta la muerte por un quítame allá ese prusés, entregándose luego a las autoridades. La cosa había empezado con una discusión futbolística en un bar y luego se trasladó a la calle, donde tuvieron lugar los navajazos. La historia es triste y sórdida, sin duda, pero cuenta además con un añadido grotesco: el motivo de la pelea. Más digna --y ajustada a la situación-- me parecería una riña por un cartón de vino peleón o los discutibles favores de otra vagabunda, pero hete aquí que el patriotismo, sentimiento funesto donde los haya, se cuela hasta en la vida de quienes carecen del menor motivo para experimentarlo: si el prusés ha llegado al mundo de la miseria, ya no queda ningún entorno inmune a su peculiar magia. La tabarra urbi et orbi ha llegado hasta un bar de la calle Sant Pau, afectando al juicio --ya bastante deteriorado por las circunstancias, intuyo-- de dos desheredados de la fortuna, demostrándose así que la patria puede ser el refugio no tan solo de los canallas y de los idiotas, sino también de los que no tienen, literalmente, nada más a lo que agarrarse.

Ni los más desgraciados de entre nosotros están a salvo del monotema, lo cual puede que llene de gozo a sus voceros, que han conseguido involucrar en sus obsesiones a quienes menos motivos tienen para compartirlas

En cualquier caso, el prusés ya tiene su primer muerto. O el segundo, si contamos a aquel infeliz de un pueblo de Cataluña que se precipitó al vacío desde el balcón de su casa, hace un par de años, mientras colgaba la estelada: el hombre pretendía aportar su granito de arena a la revolución de las sonrisas y la palmó de la manera más tonta. Lo peculiar de la muerte del indigente es que, a diferencia del apacible burgués rural, no hay aquí ningún motivo explicable para el suceso. En su caso, discutir por la patria resulta tan absurdo como hacerlo sobre la política económica del Gobierno central, la situación de la Bolsa o la relevancia social de Steve Jobs. Ni los más desgraciados de entre nosotros están a salvo del monotema, lo cual puede que llene de gozo a sus voceros, que han conseguido involucrar en sus obsesiones a quienes menos motivos tienen para compartirlas.

No se sabe si el muerto era independentista o constitucionalista. En el primer caso, TV3 habría desperdiciado una buena oportunidad de destacar la innata tendencia a la violencia del español medio, y lo mismo puede decirse de Òmnium y la ANC. Tal como está el patio, una reyerta entre borrachos también puede contemplarse como una muestra más de la incompatibilidad entre catalanes y españoles. Es de agradecer que no haya sido así. De momento.