El difunto David Bowie, redescubierto por los más jóvenes tras su muerte, abría en 1972 el más grande de sus discos --The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars-- con una canción titulada Five Years. Era el augurio de una distopía planetaria. Arropado por un cuarteto de cuerdas y un piano categórico, Bowie anunciaba que a la humanidad le quedaba apenas un lustro de plazo hasta su extinción. La Tierra estaba condenaba. Todo iba a saltar por los aires. El Armagedón no llegó, por fortuna, pero los apocalipsis cotidianos, que son los peores, se han sucedido sin cesar desde entonces en distintos tiempos y espacios.

Hace cinco años muchos ciudadanos se vieron delante de las puertas del infierno: la desequilibrada reforma laboral de Rajoy los puso en la calle en el mejor momento de su carrera profesional con indemnizaciones menguantes, mientras en las empresas públicas, universidades y organismos gubernamentales se financiaban prejubilaciones doradas con alegría obscena. “El mundo es injusto, chaval”, decían en mi barrio. Es cierto. El problema es que la injusticia también se paga con el dinero de todos. No hay nada pues que celebrar: el sepelio definitivo de la legislación laboral, un proceso dilatado en el tiempo en el que cada gobierno ha colaborado con vehemencia, se hizo unilateralmente para contentar a nuestros acreedores. Pero no ha solucionado ninguno de los problemas de fondo de nuestra economía.

El quinto aniversario de la devastación laboral, que tiene aspecto de convertirse en una plaga crónica, sólo merece un inmenso corte de mangas

Para obtener la sonrisa de los mercados, nuestros próceres se llevaron por delante la hacienda y los hogares de muchas familias de clase media y humilde, cuyo único patrimonio era su empleo. El que desde entonces les falta. El que no van a volver a conocer nunca más. En su día el ministro De Guindos admitió en Bruselas --creía que no había micrófonos-- que la reforma era “muy agresiva”, pero la ministra de Empleo, Fátima Báñez, que es una rociera triste, nos repite cada cierto tiempo que fue una bendición de la Virgen de las Marismas. Todos los meses saca las estadísticas --por supuesto, maquilladas-- para que quienes no comprenden ni el recibo de la luz --otro atraco recurrente-- corroboren cada una de sus afirmaciones. Báñez busca un imposible: torcerle la mano a Aristóteles, que, como nos recuerda el gran Antonio Escohotado, dice que de una proposición negativa, que es lo que fue la reforma laboral, nunca podrá obtenerse una cláusula positiva. La cosa es así de simple.

La realidad de la calle señaló siempre en otra dirección. En el último lustro no se ha creado empleo. Lo que se ha hecho es destruir --para siempre-- nuestra idea cultural del trabajo. El término sigue siendo el mismo, pero su significado ahora es radicalmente distinto. Un empleo era una labor que permitía a quien la hacía sobrevivir por sus propios medios. Y en España, tras la devaluación interna, el eufemismo con el que los economistas llaman al ajusticiamiento, lo que ha quedado tras la inundación de ERES, despidos y litigios en los tribunales de lo social son cristales rotos, una legión de parados --3,7 millones--, contratos por horas o minutos, autónomos que deben pagar un diezmo medieval a un Estado ineficaz o a una autonomía ficticia con independencia de si comen o ayunan, y una sociedad que tirita.

El 41% de los contratos que existen son temporales o meros pactos de adhesión a tiempo parcial. Se siguen sustituyendo a los trabajadores con más experiencia y formación por otros manejables y baratos. El concepto de salario digno se ha evaporado: los honorarios que se pagan en determinadas profesiones son inferiores a las limosnas piadosas que los beatos dejaban en las iglesias. Un mileurista ha pasado a ser considerado un millonario. Podíamos seguir hasta el infinito. Pero no merece la pena. Las evidencias son indiscutibles. Mientras nuestros políticos se celebran a sí mismos, y siguen sonámbulos su epopeya de congresos y asambleas, el quinto aniversario de la devastación laboral, que tiene aspecto de convertirse en una plaga crónica, sólo merece un inmenso corte de mangas. Ustedes disculpen.