Imaginemos un partido socialista al que la recesión más grave del último siglo pilla en el Gobierno y se ve obligado a aplicar la política económica que dicta Bruselas. Una política que en el fondo considera correcta, pero de difícil asimilación ideológica. En su entrega a la causa, ese mismo partido reforma la Constitución para que nunca nadie pueda poner el pago de las pensiones, la sanidad o la educación por delante del servicio de la deuda contraída con los compradores de los bonos del Tesoro; para que nadie pueda hacer en el futuro algo muy distinto de lo que él ha hecho.
Imaginemos un partido socialista que pierde claramente las elecciones frente a un partido conservador con el que coincide en el 75% de las votaciones del Parlamento Europeo; especialmente las económicas, por supuesto.
Imaginemos a ese mismo partido socialista que, mientras el Gobierno conservador mantiene y profundiza la política económica que él había aplicado, se dispone a la travesía del desierto. Elige a un secretario general de circunstancias con la esperanza de que, mientras la derecha acomete la devaluación interna vía salarios que necesita el país y aplica las medidas de ajuste imprescindibles, él podrá sanar sus heridas y volver a recuperar la eficacia electoral de otros tiempos.
Pero cuando llegan las siguientes elecciones, el partido conservador, el que más diputados obtiene, declina el encargo del jefe del Estado de formar Gobierno, lo que supone no solo dejar con el paso cambiado al Rey, sino descuadrar el rumbo trazado por los estrategas del partido socialista. El secretario general --que no ha leído la letra pequeña de su contrato-- ve la oportunidad de intentar la formación de un Gobierno alternativo, y se lanza. Primero, porque se ve obligado, después porque le coge el gusto. Menos mal que la nueva izquierda de Podemos se encarga de arruinarle los planes.
Un secretario general que no se da cuenta de que su partido coincide en gran medida con la política económica de los conservadores, aunque prefiere que la apliquen otros
Imaginemos que el hombre insiste, que se cree con otro papel en la tragedia y que se niega a representar el que le han escrito. No se da cuenta de que su partido --quienes mandan en su partido, quiero decir-- coincide en gran medida con la política económica que aplican los conservadores; que no hay otra, a no ser que consideremos alternativa la vía griega. Y que su partido prefiere que la apliquen otros.
Si nos imaginamos todo eso --sazonado con esas diferencias territoriales tan útiles para entender la idiosincrasia del país-- quizá podamos entender las razones de un drama que algunos titulan de harakiri y otros de sentido de política de Estado. El PSOE se disponía a hacer su particular viaje al purgatorio. Pero las circunstancias le han obligado a subir un grado la dramatización, como ya hizo cuando abandonó el marxismo o cuando dio la vuelta al calcetín de la OTAN, como recordó ayer Antonio Hernando --el único socialista que ha hablado un medio claro--, porque Mariano Rajoy se salió del guión a media representación dejando a Pedro Sánchez sin papel. Los dos comités federales del partido socialista de este mes de octubre se han encargado de romper el reparto de papeles para volver a zurcirlos después. Un nuevo casting para la representación ya escrita y que nos da una pista de dónde está el socialismo español en el debate europeo sobre el futuro de la socialdemocracia.