Cuando parecía que el proyecto europeo estaba a punto de embarrancar para siempre con una Francia noqueada entre la extrema derecha, el populismo de la izquierda "insumisa" y el inmovilismo de los viejos partidos republicanos, el movimiento desacomplejadamente social liberal y europeísta de Emmanuel Macron es un regalo maravilloso. La política es por definición decepcionante, inevitablemente, porque la realidad siempre queda por debajo de las expectativas, de las grandes promesas, y el líder político por lo general entra por la puerta pero acaba saliendo por la ventana discreta o humillante. Pero estos días tenemos derecho a emocionarnos con Macron. Tenemos derecho al optimismo. Lo que estaba en juego era muy importante para Francia y Europa. No solo había que cerrar el paso a Marine Le Pen y a lo que significa el Frente Nacional, sino que había la posibilidad de abrir una etapa de renovada ilusión por la política. Esto es lo que ha logrado Macron, un joven de brillante formación (con estudios en filosofía, finanzas y administración) y singular biografía que, tras haber sido ministro de Economía con François Hollande hasta su sonada dimisión, ha logrado en poco tiempo poner en marcha un movimiento ciudadano, En Marche!, con 285.000 adheridos y 3.000 comités locales a favor de la reforma de Francia y la reconstrucción del proyecto europeo.

Tenemos derecho a emocionarnos con Macron porque ha demostrado una capacidad política extraordinaria. Sin duda también ha tenido suerte porque los grandes partidos de la V República han sido víctimas de unos mecanismos de primarias que les han hecho quedarse con los peores candidatos. La elección de Benoît Hamon, socialista, constituía una enmienda a la impopular presidencia de Hollande y a la política Manuel Valls. Pero sus electores ya disponían de una alternativa mucho más genuina con Jean-Luc Mélenchon al frente de La France insoumise, una izquierda muy parecida a lo que en España encarna Podemos. Por su parte, François Fillon, republicano de derechas, con un perfil conservador y declaradamente católico, le ganó las primarias a Alain Juppé, más moderno y liberal, que se hubiera comido parte del voto que en la primera vuelta fue al candidato de En Marche!. La corrupción en el entorno familiar de Fillon ha hecho el resto para apartarlo de la segunda vuelta. En política los errores de los contrarios pesan a veces más que los propios aciertos, aunque en el caso de Macron destaca por la fuerza de sus convicciones y la voluntad de ganar.

Macron representa una cosa completamente nueva. Un hombre que viene de la socialdemocracia, profundamente identificado con los valores republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, pero que asume desacomplejadamente la realidad de la globalización

El episodio más revelador y significativo durante la campaña electoral fue la visita a la fábrica de Whirpool en Amiens, en el norte industrial de Francia, que está a punto de ser deslocalizada a Polonia. Mientras Macron estaba reunido en la Cámara de Comercio con los representantes sindicales, Le Pen se presentó por sorpresa en el garaje de la fábrica para hacerse la foto con los trabajadores sin aportar ninguna solución más que la promesa del cierre de fronteras y las ayudas del Estado. Macron, desatendiendo los consejos de sus servicios de seguridad, que temían por su integridad física, se trasladó también a la fábrica y, pese a ser inicialmente silbado y abucheado, conversó con los obreros y les dijo la verdad: la deslocalización de Whirpool era inevitable, pero se podían buscar alternativas empresariales y salidas laborales desde ahora mismo para el día después. En Amiens, ciudad natal del candidato, demostró un coraje radicalmente alejado del carácter pusilánime de Hollande, plantando cara a la demagogia de Le Pen con la verdad siempre por delante, por difícil que sea. No cediendo jamás ni un milímetro de terreno al populismo soberanista.

Es falso que el nuevo presidente francés sea el hombre de la oligarquía y la banca, un muñeco del sistema, como Mélenchon le reprocha. Macron representa una cosa completamente nueva. Un hombre que viene de la socialdemocracia, profundamente identificado con los valores republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, pero que asume desacomplejadamente la realidad de la globalización. Su objetivo es también reparar la brecha social que genera el paro y crea grandes bolsas de marginación, particularmente entre los jóvenes. Pero su respuesta no pasa por gastar más sino en invertir mejor, por crear oportunidades y crear riqueza. Y eso exige reformas profundas en un Estado que tiene en sus manos la mitad del PIB. La respuesta desde la política a los problemas de la llamada mundialización no pasa tampoco por encerrarse en las viejas fronteras nacionales, volviendo al franco, en un repliegue defensivo, sino en la refundación valiente de la Unión Europea. Le Pen, en el cara a cara televiso, le reprochó que fuera un federalista y de ser el candidato más radical a favor de Europa. Él ha lucido siempre en sus mítines la bandera azul estrellada de la Unión al lado de la tricolor. Y lo confirmó la noche de la victoria con su solemne entrada en el patio del Louvre mientras sonaba el himno de la alegría. Un gesto que nos llevó a muchos a emocionarnos con Macron.