El perfil de Lluís Puig conjugará pronto con los frescos de Francesc Pla, apodado el Vigatà. El nuevo consejero de Cultura se ha instalado entre las paredes del Palau Moja contiguas a la cámara que ocupó Verdaguer bajo el mecenazgo de Comillas. Podrá contemplar la Rambla más visitada de Europa, un frontal cosmopolita al que ERC quiere infligir un proceso constituyente. Porque hay cosas que se aplican y otras que se infligen, como le ocurre al constituyente, una especie de ducha escocesa de la que saldremos inocentes y pulcros. Unos ejercicios espirituales de catalanidad vamos, como los que se impartían en las escuelas de la cofradía Virtèlia en los años de hierro y silencio (aunque bien mirado, qué sabrá de todo eso la alegre muchachada parvenu, de alpargata y estelada).
Al nuevo conseller le llevan de cordero lechal. Lo ha enredado el pintoresco Carles Puigdemont, un presidente de incansable aliento apologético. Curtido en el mundo de la tradición, Puig es un hombre de esbart dansaire, lo que oyen y, claro, su grito de guerra le precede: ¡La sardana al poder! Él está dispuesto al sacrificio que evitó Baiget, un buenazo sin temor a pasar una temporada en la sombra, pero que velaba por su patrimonio; lo que, dadas las circunstancias, no es ningún extravío. Mano a la cartera y punto en boca.
'Lluís Puig', por Pepe Farruqo
Los catalanes nos hemos convertido en un pueblo Potemkin, que debajo de la capa seductora --noucentsme, Miró, Dau al Set, Serrat, Locomotora Negra o Toti Soler-- escondemos la barbarie tártara, el fanatismo, la fobia a las testas coronadas, el republicanismo de garrafa, y la costumbre inveterada de hacer aquello que más odiamos: el ridículo. El nuevo consejero, galardonado en 1984 con el Premio Nacional de Danza, ha dirigido la Fira de la Mediterrània y el Mercado de Música Viva de Vic. Solo le falta la Patum para festonear el adjetivo popular que lleva incorporada su cultura, una efervescencia en la que germina el espíritu de la rebelión bajo el pomposo nombre de la patria. Cuando el Tercer Estado imponga su ley, el clero, la nobleza y la prensa deberán pasar por todo lo que Mirabeau (¿Jordi Sánchez?) y sus amigos quieran imponerles.
Entre sus antecesores en el cargo, Puig revisita sin complejos a Joan Manuel Tresserras, pero pierde en comprensión lectora cuando se trata de Ferran Mascarell, un ciudadano con sentido del tiempo e imaginación para lo extravagante (lo acaba de demostrar, como autor del libro Dos estados; Ed Arpa). Mascarell, hoy embajador del Govern en Madrid, juzgó prudente poner al Ebro de por medio entre su dama de picas y los delirios políticos del corto plazo.
Puig, que también se inició en el Ayuntamiento de Girona (menuda cantera), observa a Puigdemont cómo la dice cada vez más gorda. El sardanista no siente vértigo en su acantilado interior
Puig, que también se inició en el Ayuntamiento de Girona (menuda cantera), observa a Puigdemont cómo la dice cada vez más gorda. El sardanista no siente vértigo en su acantilado interior. Dicen sus allegados que cuando razona gana rédito; de votos connais pas. Está apercibido; se siente increpado por la decadencia general del gusto, pero no renunciará; le puede el cogito existencial, como a toda la nueva ola soberanista aleccionada por Francesc Homs ("estoy hasta los cataplines"). Si Puig es el Cándido, cabe preguntarse: ¿Dónde se esconde su maestro? Pues confesando entre bambalinas a quien acepte la verdad: "Esto se hunde y yo pronto seré un envidiable pensionista vitalicio". Aunque bien mirado, el fracaso que se acerca no lo es en realidad, si lo comparamos con una eyaculación precoz, el malabarismo que frustra planes sin impedir la hemorragia del goce. En una naturaleza como la nuestra, inefablemente promiscua, después del procés tocaría la muerte libidinal. Qué desahogo, chico.
En cambio, con una declaración unilateral nos iban a dar pal pelo. Jaume Roures perdería los derechos de la Champions y los Carulla pagarían tasas aduaneras por sus cubitos de Avecrem. Al conseller Puig le aguardan flecos en materia de habaneras y castells, pero también algún compromiso irresoluble, como la diócesis de Sijena que enfrenta judicialmente a Cataluña con Aragón por la titularidad del arte sacro y del botín territorial de los canónigos. El consejero tendrá que hacer un Doctor Modrego, aquel arzobispo de Barcelona que inmatriculó la montaña de Montserrat entre los bienes de la Iglesia Romana, pasando olímpicamente del dicasterio benedictino.