La insurrección ha despertado, por lo visto, al genio de la nación. Los dirigentes soberanistas buscan una gramática política que sirva a sus intereses pero que a la vez esté desprovista de la semántica que la ennobleció. El carácter elemental y difuso de la democracia directa de Artur Mas es la base de su atracción. Al procés le encaja mejor la lengua desafiante de Robespierre que el latín de Cicerón. Cataluña es una cenicienta que ha perdido su antiguo encanto; y a los que se sienten todavía estimulados por la dialéctica heredada de los popes de la patria les aguarda una decepción. Serán recibidos desde el puro utilitarismo: “Independencia o nada”, y cosas por el estilo.
La poesía política ha muerto. El reino de las bellas palabras ha sido enterrado por los asesores del Príncipe (Puigdemont). Como muestra de esta precariedad, puede servir la conversación idiota mantenida el pasado miércoles entre el consejero de Interior, Joaquim Forn y el delegado del Gobierno, Enric Millo: “Le pido que vele por el cumplimiento estricto de la ley” (dijo Millo); “Cumpliré los acuerdos de la Junta de Seguridad” (contestó Forn). Un intento de bonjour, tristesse frente al “quita de ahí moscardón y que sepas que el 1-O los Mossos permitirán que cualquier ciudadano pueda votar con tranquilidad y seguridad”.
El conseller de Interior se tira de cabeza a la piscina saltándose la colusión entre la legalidad vigente y la hipotética. Al final, se trata de los Mossos d’Esquadra, y él piensa que esta vez les tenemos pillados por ahí. Forn ha optado por atar en corto al nuevo jefe de la policía, el atrabiliario Soler Campins: es mejor tenerlo dentro de la carpa, que “mee en su sitio y no que, desde fuera, mee para dentro”, como pensaban del temible Edgard Hoover los políticos demócratas de la era Kennedy. El estupor y el desasosiego creados por el Termidor del catalanismo conservador acabarán con la bondad natural de la gente. Abogado de profesión y concejal casi vitalicio del Ayuntamiento de Barcelona, Forn es el guardián de un jardín de mil senderos. Fue el hombre de confianza de Xavier Trias, el último noucentiste. Ahora le han cambiado el paso. Debe estar siempre al acecho como los limpiabotas que iban buscando clientes, de estación en estación, por el metro de la ciudad.
Cuando el pasado jueves supo de la entrada de la Guardia Civil con pasamontañas en el Palau, le encomendó a Jordi Turull que los detuviera en el inmenso hall adoquinado de la plaza de Sant Jaume. La UCO iba simplemente tras el rastro de Germà Gordó, la conexión del 3%, pero la prensa entregada ya había decidido que la contrarrevolución de los tricornios estaba en marcha. “Putos picoletos”. El momento estuvo abonado a los referentes; algunos hablaron de Lluís Companys ante el general Batet con la mediación del obispo Irurita, aquel prelado carlista, navarro y conservador al que los generales dejaron morir a manos de los milicianos antes de conceder un canje. Durante la misma mañana del pasado jueves, en el Parlament se repitió la operación policial, pero esta vez Carme Forcadell, partidaria de que los cargos imputados abandonen el acta, reconoció que es difícil trabajar con Gordó entrando y saliendo. El procés es un conjunto inarticulado de versiones y contraversiones en el que todo está dicho, solo se cambia a conveniencia el orden de los factores, pero nadie inventa nada, como en la borgiana Historia universal de la infamia.
El nuevo 'conseller' de Interior es otro sujeto frontalizado por el toque 'Pinyol', la generación de Francesc Homs, el Savonarola catalán, que se anunció ruidosamente en el 'Freedom for Catalonia' para romper amarras y desacralizar el reformismo de sus mayores
Turull, el nuevo hombre fuerte del Govern, mintió al decir que los guardias no habían cruzado la puerta del Palau, cuando en realidad se pasearon todo el día por el interior del edificio. Forn le flanqueó en todo momento, con los códigos en la mano. El conseller conoce el verticalismo de los cuerpos armados ya que se ocupó de la cartera de Seguridad y, por tanto, de la Guardia Urbana y de los Bomberos de Barcelona, durante su mandato como primer teniente de alcalde de Trias. En aquella etapa tuvo que afrontar el intento de reabrir la investigación contra los agentes de la Guardia Urbana implicados en el llamado 4F, el desalojo de un edificio okupa de Ciutat Vella en 2006, que acabó con un agente gravemente herido. Forn mostró su pericia al servicio del poder al sepultar de papeles la memoria del triste asunto. Fue un burocraticidio digno de aquel agrimensor condenado de por vida a servir los intereses impersonales del castillo.
Forn significa una ruptura con el lenguaje conciliador de su antecesor, Jordi Jané, pureta, asustadizo y legalista hasta el punto de llevarse bien con Zoido, el ministro que Rajoy ha dejado en Castellana, 2, en el despacho maldito de Fernández Díaz, agujereado de micros por el Centro Nacional de Inteligencia. Jané fue la pieza que se cobraron ERC y CUP ante el permeable Puigdemont, un president adaptativo. En la etapa muy reciente del constructivismo, capeó el temporal con un proyecto de unificación de Mossos y de policías locales, presentado como una especie de “estructura de Estado”; es decir, como el embrión de la futura policía de Cataluña. Pero ni eso le sirvió como certificado de pureza de sangre. Finalmente, tuvo que poner pies en polvorosa después de que su esposa, Margarida Gil, fuese nombrada miembro del Consejo de Garantías Estatutarias, el órgano que vela por el ajuste de las leyes catalanas a la Constitución y el Estatuto y que ya se ha pronunciado en dos ocasiones en contra del referéndum. No hay lugar para la gente de orden en la plataforma independentista que navega sin brújula.
En su lugar, Forn esperaba en el primer tiempo del saludo. El nuevo conseller de Interior es otro sujeto frontalizado por el toque Pinyol, la generación de Francesc Homs, el Savonarola catalán, que se anunció ruidosamente en el Freedom for Catalonia para romper amarras y desacralizar el reformismo de sus mayores. Forn es una elección ad hoc para llegar al directorio. A él le tocará anunciar la mazmorra que complace a los que nunca tienen bastante y con él, según la penúltima hoja de ruta, transitaremos hacia el consulado, la plenitud del viaje indepe, más allá de la guillotina.
La revuelta catalana tendrá su brumario, pero nunca dispondrá de un imperio (con el permiso de Ucelay-Da Cal, autor de El imperialismo catalán). Nuestros Bonaparte son fieles a la Gloriosa o, a lo sumo, ingenieros de puentes antes que estrategas.