La democracia genuina es radical en la protección y el fomento de las libertades de todos los seres humanos, sin excepción. Entre ellas está la de poder argüir y expresarse en contra de lo que hacen y dicen quienes están en el poder. El historiador polaco Jacob Talmon empleó y difundió el término democracia totalitaria que indica una corrupción, la de atenazar a la ciudadanía con verdades políticas absolutas y eludir responsabilidades concretas imponiendo el mesianismo; esto es, una confianza inmotivada o desmedida en unos bienhechores. El mensaje es burdo y binario: o buenos o malos, no hay lugar para intermitencias; por esto es falaz.

Talmon tenía 17 años cuando se trasladó con su familia a vivir a Israel, fue en 1933 y en el contexto de una quinta oleada de inmigración judía. Allí vivió el resto de su vida. Por su parte, el también historiador y pensador Isaiah Berlin nació en Letonia y en 1921, con 18 años, logró salir de Rusia con su familia para instalarse en la Gran Bretaña. Berlin entendía el ejercicio de la libertad como la conciencia de ser un ciudadano con la misma dignidad que el resto de la gente. Para lo cual el primer requisito es poder hablar con la propia voz.

Es evidente la importancia decisiva de saberse en casa, y tengo para mí que es el gran desafío de este siglo que producirá enormes inmigraciones. El afianzamiento general de la condición de ciudadanos de los seres humanos no va contra el sentimiento nacional que puedan tener, un sentimiento natural. Berlin alertaba de su peligro cuando es exagerado: exacerbado e inflamado, desarrolla una condición patológica. Consideraba al nacionalismo no solo como la fuerza más poderosa de nuestro tiempo, sino seguramente la más destructiva. En 1964, preveía el origen de una aniquilación completa de la humanidad en una explosión de odio contra un enemigo real o imaginario, de la nación o de la raza; no de una iglesia o de una clase, tampoco de la civilización.

Isaiah Berlin era tajante y afirmaba que “predicar y argumentar resulta vano contra una fuerza de ese tipo y, por tanto, me temo, tampoco valen los buenos ejemplos”. Asociado con una insatisfacción permanente, es un asunto que no permite conclusión; genera una energía que le impide saciarse. En último extremo, consiste en un removerlo todo hacia una dirección, la de la imposible victoria total.

Tanto Berlin como Talmon coincidían en la idea de que, al menos fuera de Occidente, ningún movimiento político podía triunfar sin aliarse con el sentimiento nacional.

Qué podemos hacer, se preguntaba el intelectual letón. Tenía claro que el comunismo no es un antídoto contra el nacionalismo, no se puede contar con él porque acaban aliándose. Aducía que, si bien la Revolución bolchevique de 1917 tuvo un carácter antinacionalista, bajo Stalin y sus sucesores el sentimiento nacional se identificó con la variedad rusa del comunismo. De hecho, los nacionalismos pueden ser manipulados como arietes para desmontar un sistema político y establecer la revuelta y, con ella, la dictadura.

Al comienzo de 1919, Trotski escribió en el diario Pravda que “Europa recuerda a un manicomio”. En esas fechas fue asesinada Rosa Luxemburgo por los freikorps, paramilitares empapados de odio; ella que quería alejar a la humanidad de la cloaca del chovinismo y del odio racial.

La educación es insustituible, pero ciertamente requiere su tiempo para que fructifique y este siempre se nos hace demasiado largo, a causa de la necesidad que tenemos de su fruto. Y aunque sea a largo plazo, ella es nuestra única sólida esperanza. Entre tanto, hay que insistir en que cada uno de nosotros observe el control razonable de sus quehaceres, con sentido de unidad y sin exaltación, desde la certeza íntima de que la única nación que merece ganar el futuro es una nación de ciudadanos. Siempre con un horizonte de libertad y de igualdad.