Que un periodista entreviste a un policía es como echar un pollo a la charca de un caimán. De ahí no puede salir nada bueno para la integridad del plumilla ni para la imagen del reptil. José Manuel Villarejo es el cocodrilo blanco de las cloacas del Estado. Es conocida la leyenda urbana de los exóticos lagartos que los neoyorquinos adquieren como mascotas y arrojan por el agujero de la taza cuando se aburren de ellos. De ahí, la proliferación de una vasta colonia de aligátores albinos en las alcantarillas de la gran manzana. Lo de las cotorras argentinas de Barcelona, pero en "fake".

Jordi Évole se ha apuntado el tanto de "interrogar" al comisario jubilado con más marcha de España, una suerte de Torrente enfangado hasta las trancas en todos los disparates de la tragicomedia nacional, del caso Pujol al del pequeño Nicolás pasando por la doctora Pinto y la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein con el sorbete de limón de las presuntas putillas que traficaban con drogas en las falsas orgías del exjuez Garzón. Villarejo es el perejil de todas las salsas, el tipo que supuestamente le pega una puntada a la dermatóloga de López Madrid, el compiyogui, o el que atiende solícito los lamentos de la examiga del rey emérito, que se siente amenazada por el "one" del CNI Félix Sanz Roldán, a quien el famoso policía apoda el generalísimo pensando que le hace una putada.

La promoción del espacio acentuó que la conversación había durado siete horas de las que se habían extractado sesenta minutos, que sólo hubo un descanso de una hora, de la que media se la pasó Évole practicando el noble arte de la siesta. Se habló de todo, pero fue un ir para nada, el espectáculo parapsicológico de un lobo disfrazado de cordero o de un madero en el rol de sospechoso. Para la antología de la caspa carpetovetónica, el set era una obvia sala de interrogatorios al estilo CSI en la que no pegaba nada que el interrogado fuera con gorra de canódromo y gafas tintadas mientras que el interrogador comparecía a pelo, sin poli malo (le habría restado protagonismo, claro) ni apuntes. O sea que Villarejo era el doctor Grisson y Évole, un confife. El montaje de los dos periodistas comentando en tono sagaz algunas de las pedradas de Villarejo a través del espejo era el complemento kitsch del pastel de ceniza "Aquí hay colillas".

Siete hervores le faltan a Évole para llegar a la altura de Jesús Quintero, loco de la colina, perro verde y periodista artista completo. En el género negro nadie ha superado su entrevista a Rafi Escobedo, condenado por el asesinato de los marqueses de Urquijo.

Hay gente que considera que Anna Gabriel es una agente del CNI porque ata cabos de la peripecia en la defenestración de Mas. Por el mismo procedimiento se podría desembocar en que José Manuel Villarejo es un agente del soberanismo para desacreditar la investigación sobre la familia Pujol y el trinque del tres por ciento, así como para difundir que la policía española es un mojón mientras que el jefe de los mossos sabe hacer paellas, toca la guitarra y canta cual fenómeno renacentista. Y ahí es donde Villarejo dejó en evidencia a Évole. Sabemos que el tipo dice que las conversaciones de Fernández Díaz y De Alfonso las filtró Sanz Roldán porque el ministro iba de listo con Soraya, pero no tenemos ni idea si la tortilla de patatas le gusta con o sin cebolla. Y eso, ahora mismo, sólo está al alcance de Bertín.

El sujeto que mira la tele para esta sección propone que Évole hable con Jordi Pujol y que Osborne entreviste a Bárcenas. Los estudiantes de periodismo deberían saber que no es lo mismo.