Un bebe juega con un smartphone / PEXELS

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Vida

Mi mejor amiga, dietario de la monomaternidad

El bebé, con siete meses, tiene como mejor amiga a la lavadora, que le entretiene y le fascina, lo mismo que le pasa con el microondas

4 septiembre, 2021 00:00

Mi bebé ha cumplido siete meses celebrándolo con su mejor amiga: la lavadora. Ahora que ya es capaz de aguantarse sentado, puedo dejarlo frente a ella unos minutos mientras aprovecho para hacer cosas --por lo general, limpiar la trona y el suelo de la cocina, que suelen quedar cubiertos de trocitos de galletas o migas de pan que le dejo mordisquear mientras le preparo la papilla--.

A medida que pasan los días, mi hijo ha empezado a intimar con otros electrodomésticos, con preferencia por los que emiten algún tipo de señalización digital, como por ejemplo, el microondas. Nada más verlo, suelta un chillido de emoción y abalanza su cuerpo hacia adelante para que le deje juguetear con los botones del panel de control o le ayude a abrir la puerta, y así vea como se enciende la luz de su interior.

“¡Luz, luz!”, le repito mientras él contempla boquiabierto como la luz del horno se enciende y se apaga.

La luz y las lámparas le fascinan, y yo le voy diciendo a todo el mundo medio en broma que mi hijo será lampista. Mi padre --l’avi-- protesta: “Lampista, no, mi nieto será pianista, como mínimo. O director de orquesta”, me dice cada vez que se sienta con él en la butaca y sintoniza el canal Mezzo en la televisión para ver juntos conciertos de música clásica. Por unos minutos, mi bebé se queda quieto en el regazo de su avi, atento a la sinfonía de Beethoven, pero de pronto se cansa y empieza a girarse para intentar agarrar la pantalla de la lámpara y estudiar cómo podría apagarla.

El teléfono móvil como juguete

Lo siento por mi padre, pero dudo del futuro talento musical de mi hijo. Durante el embarazo me dio por escuchar tanta música pop de los noventa que me temo que lo he atrofiado de serie. Por si acaso, lo pongo delante del piano, pero lo único que he conseguido es que se obsesione con cerrarlo de golpe. Está claro que un día de estos se pillará los dedos.

Otra de las grandes obsesiones de mi hijo es mi teléfono móvil, su máximo rival a la hora de obtener mi atención. Al principio solo trataba de cogérmelo y llevárselo a la boca, pero ahora, en lugar de comérselo, ha empezado a deslizar los dedos por la pantalla, imitando mis movimientos. Es alucinante lo rápido que aprenden. Ya no intento sacárselo de las manos: sé que por mucho que me esfuerce, no voy a poder evitar que se convierta en un adicto a la pantalla, como el resto de la humanidad.

Imagen de archivo de un bebé tomando leche del pecho de su madre / EP

Imagen de archivo de un bebé tomando leche del pecho de su madre / EP

Aprovechando la llegada del buen tiempo, lo he metido por primera vez en la piscina. Al principio se ha quedado muy tieso, sus brazos se aferraban a mí con fuerza y notaba su respiración entrecortada en mi cuello, pero nos hemos ido sumergiendo poco a poco y pronto me ha regalado una sonrisa. El primer baño y un sol abrasador nada habitual para finales de junio lo han dejado tan frito que se ha pegado una siesta de casi dos horas sin haber comido. Por la tarde, mi madre también se ha bañado con él en la piscina. Pero mi madre, especialista en fastidiarlo (es la que le pone los supositorios cuando no hace caca y le fuerza a tomarse la papilla de verduras) se ha empeñado en meterlo dentro de un flotador para bebés y el pobre niño ha empezado a chillar de miedo. “Mamá, ya está bien”, la he reñido desde fuera. “Te voy a retirar el carnet de abuela”.

El rechazo a las papillas

De vez en cuando, mi madre y yo nos discutimos por tonterías --que si ahora tendrías que sacarlo a  pasear para que se duerma de una vez,  que si lo has abrigado demasiado, que si es una tontería darle un biberón de agua-- pero imagino que es normal. Mi madre sigue siendo mi madre, es decir, sigue dándome órdenes a pesar de que sea mi hijo, y no el suyo. “Al menos tú no tienes que lidiar con la suegra”, me dicen mis amigas, asegurándome que las discusiones con mi madre son de lo más normal. Casi todas están como yo:  dependen de las abuelas para poder volver al trabajo y disponer de un poco de tiempo para ellas. Y constato que algunas abuelas (no es el caso de la mía)  están totalmente explotadas. Hacerse cargo de un bebé de siete meses de 8 de la mañana a 6 de la tarde es agotador. “Y eso que aún no gatea”, me advierten.

Conseguir que mi hijo se coma la papilla de verduras al mediodía sigue siendo misión imposible. Que no quiera saber nada de los potitos, lo entiendo, porque huelen fatal, hasta los ecológicos, pero que rechace la que le hacemos en casa con tanto amor es incomprensible. Está un poco sosa, de acuerdo, pero está buena. “Yo siempre añadí un poco de sal a las papillas”, me confesó mi prima, nutricionista y madre de una niña de tres años. Añadir sal o azúcar a las papillas es algo totalmente prohibido, según mi pediatra, pero creo que no tardaré en hacerlo.

La dulzura de los siete meses

Por lo menos, gracias a las papillas mi hijo ha aprendido a decir no con la cabeza: la mueve de lado a lado, con la boca cerrada y la mirada clavada en el suelo cuando le acerco la cuchara. Mari, la chica que viene a limpiar a casa de mis padres, está convencida de que lo ha aprendido de ella, que lo riñe cada vez que le saca las gafas con un “no, no, no, las gafas no” a la vez que dice 'no' con la cabeza

Pero mi hijo sabe que ni Mari ni yo tenemos credibilidad. En lugar de reñirlo en serio, acabamos dándole un trozo de fuet, o un poco de pan con tomate --que le encanta-- o le dejamos probar las salchichas de unos deliciosos fideos a la cazuela recién hechos. Se relamió los labios.

Otra cosa que he empezado a hacer y que prometí no hacer --igual que dejarle el móvil o darle embutido-- es llevar a mi hijo al parque. He descubierto que hay unos columpios especiales para bebés, donde no hay que preocuparse de que se caigan de bruces en el suelo. “¡Más, más!”, parece que me diga, con una sonrisa de oreja a oreja, cuando lo balanceo. Dicen que partir de los siete meses es cuando empiezan a estar tan regordetes y simpáticos que te los comerías a besos todo el rato. Lo suscribo.