Un bebé en un hospital / EFE

Un bebé en un hospital / EFE

Vida

A pierna suelta, dietario de la monomaternidad

La ginecóloga me ve en buena forma y me da el alta, y mi padre se emociona al entrar en la habitación: todo listo para volver con el bebé a casa

24 abril, 2021 09:55

¡Ya me puedo mover!, constato con alegría al tercer día de la cesárea. He conseguido darme un paseo por la habitación sin doblarme de dolor y cambiar el primer pañal lleno de caca de mi bebé. Me embobo contemplando sus manos y sus pies, tan grandes en comparación a su cuerpo, menudo y frágil. Hay que ir limpiándole el cordón umbilical con una gasa empapada en alcohol hasta que se le caiga y lo hago torpemente, pensando que le va a escocer y se va a poner a gritar. Los recién nacidos no lloran, solo gritan, sin lágrimas. Ricard no tiene un grito muy potente, por suerte, es más bien un sollozo, acompañado de un gracioso ronquido, como si fuera un cerdito. También tiene hipo y estornuda a menudo. De hecho, estornudar fue lo primero que hizo cuando nos trasladaron del quirófano a la habitación. Debe haber salido alérgico, como mi madre y yo.

Tengo mucha hambre. Para comer solo me dan un menú de “dieta blanca” (sopas y pescado a la plancha) pero mi madre me ha traído de estranquis una quiche Lorraine de una pastelería cercana, lo que ha hecho enfadar a la comadrona. “No he visto a ninguna mujer comiendo quiche después de una cesárea, ustedes sabrán”, nos soltó. Antes ya nos había pegado bronca por haber salido a estirar las piernas por el pasillo de la planta, algo terminantemente prohibido por culpa del covid. Maldito covid. No me han permitido tener ninguna visita, ni siquiera la de mi padre. Aunque, dadas las pintas que llevo --despeinada, con el camisón del hospital medio desabrochado y los pechos al aire todo el tiempo-- igual haya sido lo mejor. Muchos amigos me han llamado o escrito WhatsApp para felicitarme y saber cómo me encuentro, y me siento muy acompañada.

Después de almorzar, mi madre, el bebé y yo nos hemos quedado fritos, y así --durmiendo la siesta a pierna suelta con el televisor encendido-- es como nos ha encontrado la ginecóloga. “¡Olé la familia española!”, ha exclamado, muerta de risa. Nos ha despertado justo en el momento en que el telenoticias del mediodía informaba del recuento final de votos en EEUU. Todo indica que Trump va a perder las elecciones. Ricard IN - Trump OUT, pienso en voz alta. Sin duda, la mejor semana del año.

¿A quién se parece?

La ginecóloga me ha visto en muy buena forma y me da el alta para la mañana siguiente. Se despide con una sonrisa y deseándome suerte con la llegada a casa. Tengo ganas de abrazarla. Me cae muy bien, casi tan bien como la doctora que se encargó de mi proceso de reproducción asistida, que también ha pasado por la habitación para darme la enhorabuena. Me encantaría salir a cenar con ellas algun día, pero supongo que no podrá ser, porque sino tendrían que salir a cenar con todas sus pacientes. Supongo que es normal hacerse amiga de las ginecólogas, han estado acompañándote a lo largo de todo el embarazo, compartiendo tus preocupaciones y alegrías.

A la mañana siguiente, mi padre nos viene a recoger a la clínica. Arropo a Ricard en un saco tres veces más grande que él para que esté calentito, aunque fuera hace un día más bien cálido y húmedo para estar a principios de noviembre. El cambio climático te da la bienvenida, burilleta, le dijo en voz baja, notando su cuerpo frágil entre mis brazos. A mi padre se le llenan los ojos de lágrimas nada más vernos. ¡Su primer nieto! ¡Y encima se parece a él! Se acerca para acariciarle la carita con el dedo. Tienen los mismos labios. Quizás también se parezca al donante, pienso, pero eso no lo sabremos nunca (espero) y tampoco me preocupa demasiado.

¡Ya vamos a casa!

También han venido mis tíos, que viven cerca de la clínica, con un regalo para el bebé, que desenvuelvo en plena calle mientras mi padre sujeta a Ricard y lo mira con orgullo. Es una muda de invierno preciosa, para cuando cumpla tres meses. Les doy las gracias y me sabe mal no poderlos abrazar, ni dejarles coger al bebé, a pesar de llevar ambos las mascarillas. Durante el primer mes hay que extremar la precaución, me ha advertido el pediatra. Maldito covid, pienso de nuevo. Con un poco de suerte, de aquí a un año ya habrá pasado todo y Ricard podrá ser achuchado por todos mis amigos y familiares.

Entramos en el coche y por un momento, toda la alegría e ilusión se convierte en estrés. El bebé empieza a chillar como un descosido cuando lo coloco en la sillita. "¿Cómo diablos se abrochaba el arnés?”, me digo a mí misma, intentando no perder la calma. Mira que me lo advirtieron: “practica antes con la sillita del coche o harás el panolis...” Ricard no deja de chillar y yo estoy sudando, hasta que al fin lo consigo.  “¡Click!”. El arnés se cierra y yo me acomodo en el asiento trasero, sujetándole las manitas para que se tranquilice. Mi padre pone música clásica y nos mira con ansiedad por el retrovisor mientras se adentra en el tráfico de la Via Augusta. “Ricard, no llores, que ya vamos a casa...”. Cuando entramos en las Rondas el coche gana velocidad. Ricard entreabre los ojos, frunce el ceño, como si se concentrara, y por arte de magia deja de gritar. Le gusta la velocidad. Al llegar al Maresme, está profundamente dormido. Ha salido el sol y en la puerta de entrada alguien ha colgado globos de colores y una pancarta que dice: “¡Benvinguts a casa!”