Pilar Castillo y Mayte Ruíz en el local de la asociación ASENDI / CG

Pilar Castillo y Mayte Ruíz en el local de la asociación ASENDI / CG

Vida

El calvario de una persona con discapacidad para llegar a final de mes

Los gastos de las necesidades básicas se acentúan, aparecen desembolsos añadidos, la inserción laboral resulta complicada y el coste emocional nada desdeñable: hablamos con una afectada

18 junio, 2019 00:00

El 31,1% de las mujeres y el 29,8% de los hombres con discapacidad de Barcelona afirman llegar a final de mes con dificultades serias, mientras que este porcentaje se reduce alrededor de 13 puntos en el sector de la población que no sufre discapacidad alguna, según datos de una encuesta realizada por la Agència de Salut Pública y el Consorci Sanitari de BarcelonaCrónica Global se reúne con Pilar Castillo y Mayte Ruiz, representantes de Asendi (Associació per la Sensibilització envers la Discapacitat), en su local de Nou Barris, para comentar estas cifras.

La asociación, que no tiene usuarios, se impone la tarea de dar charlas en escuelas, institutos, centros de formación profesional… Todo con la idea de desdramatizar, de contribuir a quitar el estigma a las persona que sufren cualquier tipo de discapacidad. Mayte, la presidenta, es la madre de una joven que sufre ceguera y tiene dificultades cognitivas. Pilar es la secretaria. Ella tiene una discapacidad motriz de nacimiento: nos cuenta su particular historia y los avatares con los que se encuentra para llegar a final de mes.

Los antecedentes de Pilar

Pilar Castillo, vecina de Nou Barris de 59 años, nació con una luxación bilateral de caderas. “Hasta que me operaron y me pusieron las prótesis que necesitaba, con 17 años, si andaba un cuarto de hora ya había hecho el día”, explica. Cuando salió del quirófano y se recuperó del trance, fue como renacer: empezó a viajar, se casó, llevaba una vida activa.

Pero el tipo de prótesis que le pusieron tienen una vida limitada y cada vez que se las renovaban, tenían que volver a operarla. En total pasó 18 veces por el quirófano y “cada operación —subraya Pilar—, implicaba 6 meses de recuperación, pero valía la pena, porque luego podía andar”. Siempre la trataba el mismo cirujano, hasta que en el 2006 cambió el doctor. “Este señor no conocía mi cuerpo e hizo una carnicería: me cortó la femoral, me rompió el fémur… En fin, estuve un año y medio para recuperarme y desde entonces voy en silla de ruedas”, añade.

Dificultades para cotizar

“Tenemos los mismos gastos que cualquier otra persona y, además, los que conlleva nuestro estado. El primer problema para un adulto con un nivel de discapacidad alto es su inserción en el mundo laboral. Si ya es difícil para alguien que no la tiene, para nosotros lo es mucho más”, explica Pilar. Ahora está jubilada, pero ha trabajado como cosedora durante 20 años. Empezó sin cotizar, luego se dio de alta como autónoma, pero tras dos años volvió a la economía sumergida porque con lo que ganaba no le salía a cuenta contribuir. Dejó definitivamente el trabajo cuando tuvo a sus dos hijos, tras lo cual se dedicó a cuidarlos. “No es que no me hiciera falta el dinero, pero no podía con todo”, afirma.

Cuando dejó de trabajar no tuvo derecho a cobrar ninguna percepción por su vida laboral. Desde entonces recibe una pensión no contributiva de unos 390 euros, más unos 200 que percibe gracias a la Ley de Dependencia que entró en vigor en 2008.

Necesidades básicas más caras

“Yo necesito una silla de ruedas eléctrica para moverme tanto por casa como por fuera”, apunta Pilar. Se trata de una silla estándar cuyo precio está en torno a los 3.400 euros, cuantía que asume la Seguridad Social. “Te conceden una silla cada cinco años --cuenta--. El aparato lleva dos baterías, que la Administración renueva cada año, pero si se desgastan antes, cosa que pasa a menudo, tienes que comprar tú misma las nuevas, y valen sobre los 300 euros Y con las ruedas ocurre algo parecido”. Una vez, dando una charla de sensibilización en un colegio, le cayeron unas gotas de agua encima del joystick y se estropeó. Arreglarlo le salió por 200 euros.

Cuando el transporte público no llega adonde Pilar necesita ir, tiene que coger un taxi, que debe ser adaptado. El problema es que no hay suficientes, y mucha gente los necesita. “Si no llamas entre las ocho y las diez de la mañana, y con 48 horas de antelación, ya te puedes ir olvidando, da igual que tengas que ir al médico o a cualquier otro lugar. Luego, hay los servicios de transporte privados adaptados, pero son carísimos. El precio mínimo es de 16 euros por viaje, aunque la carrera sea a la vuelta de la esquina”, denuncia esta activista de Asendi.

Pilar Castillo y Mayte Ruiz trabajan en el local de la asociación Asendi / CG

Pilar Castillo y Mayte Ruiz trabajan en el local de la asociación Asendi / CG

La burocracia y el coste emocional

Pilar, como tantos otros en su misma situación, necesita adaptar algunos espacios de su vivienda: el cuarto de baño, la cocina, la rampa del vestíbulo para poder subir… La Administración cubre una parte, pero no todo. “El problema en este aspecto es que el papeleo que uno necesita es impresionante, y las características que se han de cumplir, muy específicas. Al final mucha gente acaba desistiendo”, arguye. Asimismo, “las personas discapacitadas no pueden solicitar estas adaptaciones cuando quieren —puntualiza Mayte—, hay una convocatoria que se da una vez al año”.

La rampa del vestíbulo suele ser un tema controvertido, porque depende de la comunidad de vecinos, que tienen que aportar una cuantía, y no todos están de acuerdo. “Falta solidaridad en este sentido. A veces cuesta que vean que es una necesidad”, sigue la presidenta de Asendi. Pilar, por su parte, sí cuenta con esta rampa en su finca, aunque asegura que “también tuvo sus más y sus menos para que la pusieran”.

Difícil inserción en el mercado laboral

Una persona con una discapacidad intelectual, por ejemplo, tiene pocas posibilidades de inserción en el mercado laboral, explica Mayte. “Si no quiere quedarse en casa, tiene que ir a un taller ocupacional, que es un centro especial de trabajo para personas que no pueden acceder a la empresa ordinaria. Allí arman bolígrafos, hacen sobres de cartas, esas cosas. Los empleados reciben una cuantía, pero normalmente es simbólica y sirve fundamentalmente para que vean que perciben alguna retribución por su esfuerzo. Centros públicos de este tipo hay pocos, y los privados no son baratos. Eso supone un coste para la familia”, dice Mayte.

“Tanto las instituciones públicas como las empresas privadas, cuando tienen más de un número determinado de trabajadores, están obligadas destinar una cuota de puestos a personas discapacitadas. Pero es algo que se incumple habitualmente, empezando por la propia Generalitat y los ayuntamientos”, sigue Mayte. Hay personas ciegas, sordas o con dificultades motrices que están perfectamente capacitadas, por sus estudios, para realizar un trabajo, pero “si te presentas a una entrevista laboral en silla de ruedas o con un bastón, no te cogen, ni siquiera de dejan demostrar que haces bien tu trabajo. Esas barreras sociales cuestan de superar, y merman la calidad de vida de las personas”, denuncia.

Otros sobrecostes

A nivel infantil, a menudo necesitan psicólogos. “Algunos niños tienen una falta de autoestima enorme --expone la presidenta de Asendi-- porque sufren rechazo por parte de los compañeros de clase. Las familias podemos ayudarlos hasta cierto punto, pero no somos especialistas. Y una sesión de psicólogo cuesta más 50 euros. Y hay otros gastos: a veces necesitan zapatos especiales que rondan los 300 euros, o un corsé adaptado para la columna vertebral que fácilmente asciende a los 1.000 euros. Todo con la circunstancia añadida de que los niños crecen rápido y hay que renovar este material más a menudo que con un adulto”. 

Pilar señala que las tareas de la casa, como limpiar o cocinar, las hace junto a su marido, que también está jubilado, pero antes, cuando él trabajaba y las niñas eran pequeñas, contrataban a una asistenta. Pilar antes conducía un coche especial, porque asegura que cuesta más adaptar un vehículo convencional que comprar uno ya adaptado. “Ahora --dice-- tenemos un coche normal y es mi marido el que conduce siempre, porque yo no puedo. Si una persona discapacitada no tiene ayuda de la familia, una pareja que trabaje, unos padres que le echen una mano... es muy difícil. Al final es ese colchón el que te hace vivir con dignidad”.