Este otoño-invierno, cuando la crisis económica se acentúe de forma abierta, en Cataluña se votará para alumbrar un nuevo gobierno autonómico. Será difícil que lo escogido tras la cita con las urnas sea peor que el actual, pero tantas certezas han caído de los pedestales en las últimas décadas que mejor evitar los descartes. Los catalanes del siglo XXI superamos las cotas de estulticia colectiva previsibles.

El independentismo irá separado. Llevan las navajas abiertas y ahora sólo les unen dos cosas: la hispanofobia y la lucha contra las instituciones del Estado. Ni tan siquiera es tan prioritario retener el poder. Derruir el edificio español es su victoria, y en eso son cómplices indepes de izquierda y de derechas. Ahora viven eufóricos momentos para erosionar la monarquía y se emplean a fondo. Incluso celebran una esperpéntica sesión parlamentaria para que Quim Torra pueda hacerse la fotografía con el gran eslogan de la campaña electoral: “Los catalanes no tenemos rey”.

El constitucionalismo tampoco anda bien. Los de Vox son los únicos en Cataluña que parten en posición de mejoría. Pueden entrar en la Cámara autonómica, pero no los quiere nadie allí. Si hay un territorio en España donde se tiene claro que los de Santiago Abascal son la extrema derecha más pura es el catalán, que por otra parte siempre ha tolerado los estilos ultras del independentismo que escondía su xenofobia con supuestos internacionalismos o falsos obrerismos. Como el que inauguró Pujol con aquel eslogan de “es catalán quien vive y trabaja en Cataluña” al que sólo le faltó acuñar: “Y acepta que el nacionalismo maneje de forma exclusiva las administraciones”.

Ciudadanos está muy apurado. Sin liderazgo claro, Carlos Carrizosa y Lorena Roldán parecen llamados a administrar las astillas del árbol caído en las sucesivas tormentas políticas del partido y tras el hundimiento electoral en otros territorios. Este medio criticó en no pocas ocasiones que el crédito ganado en las urnas se diluía con la huida a Madrid de los principales dirigentes y la renuncia a construir una oposición de verdad al Ejecutivo independentista (investidura y moción de censura incluida). Los expatriados de Ciudadanos vieron el poder próximo en la villa y corte. Su avaricia los llevó a no fijarse en los agujeros del saco de votos.

Ayer, domingo canicular de agosto, uno de los dirigentes centrales del partido se animó en una entrevista a proponer al PP y al PSC una candidatura conjunta para vencer a Carles Puigdemont. Bienintencionado, consiguió algunos titulares en un tiempo de medios de comunicación a medio gas. No obtendrá nada más. ¡Qué error generar falsas expectativas entre aquellos catalanes ávidos de algún liderazgo que sea capaz de poner coto de manera ordenada y constructiva al desmán nacionalista! Lo que sugiere es imposible en estas coordenadas políticas y sólo abunda en la división entre catalanes partidarios de la Constitución.

Nada más leer la nota de agencia con esa propuesta pregunté a los dos líderes aludidos por la propuesta. Tanto Alejandro Fernández (PP) como Miquel Iceta (PSC) respondieron raudos para evitar equívocos: cada uno ofreció razones distintas, pero coincidieron en decir que era inviable. El constitucionalismo no se sumará para unas elecciones. Y, lo peor: si lo hiciera quizás movilizaría más independentismo de nuevo cuño.

El fenómeno de la falta de unidad no es exclusivo del constitucionalismo. Les pasa a sus contrarios, les pasa a los agentes sociales y sucede en cada escama de la sociedad civil catalana. Es en cierta medida una representación del atávico espíritu que ha retratado alguna historiografía, pero que en síntesis sostiene: prefiero controlar una tienda en el centro de Barcelona que el 2% de Mercadona. Se trata de un perfil que ha impedido que nazcan multinacionales catalanas mediante la asociación y la colaboración entre empresarios. Lo más grande que tenemos hoy en el plano internacional es Grífols, empresa que resulta ser de capital familiar. En cada comarca hay una patronal, por supuesto existe en cada sector de actividad, cada pueblo prefiere tener su grupo excursionista o su agrupación sardanista que ser franquicia de algo mayor. Algunos estudiosos hicieron una lectura teórica positiva atribuyendo ese fenómeno al vigor del tejido asociativo, a la inquietud y emprendeduría creativa que derivaba en un asociacionismo sin parangón en el resto de España. A la vista de lo sucedido sería más justo decir que ese perfil catalán entronca igual de bien con el individualismo, la insolidaridad y el rechazo a lo extraño y al forastero.

No hay, por tanto, predisposición a la unidad entre catalanes. Entre los que piensan opuesto sobre el modelo de Estado, entre quienes tienen matices diferentes, entre quienes comparten algunos postulados sobre la situación política, en uno u otro lado. Se acabó la capacidad de sumar esfuerzos con el voluntariado de los Juegos Olímpicos de 1992. Hoy, después del procés, Cataluña no sólo es una comunidad que transita como un pollo sin cabeza, sino que además ha perdido un mínimo de vertebración social y económica. Sucede un poco en todas partes, pero en esta tierra se le puso un plus de dedicación.

Lástima, pero es así. Sigan ustedes bien con la canícula.