Parece que la ley de vivienda anunciada por el Gobierno no tendrá demasiada incidencia real. Tardará mucho en implementarse y dejará en manos de la Administración autonómica y local su aplicación, lo que quiere decir que en media España ni siquiera se pondrá en marcha a juzgar por la respuesta del PP, que antes de que el Consejo de Ministros haya aprobado la norma ya se ha manifestado en contra.

Pese a esos obstáculos, el anuncio contiene algunos aspectos positivos, como las dificultades que va a añadir para que tanto las Administraciones autonómicas y locales como los particulares transfieran el parque de viviendas protegidas al sector privado.

Hasta ahora, los esfuerzos públicos por crear una red protegida acababan en nada cuando una autonomía se desprendía de centenares de pisos --o miles en el caso de Madrid-- para obtener liquidez y cuando las familias que habían accedido a una VPO la ponían a la venta transcurridos unos años desde la compra. En adelante, los esfuerzos públicos se van a centrar en el alquiler, que es donde está el gran problema. Y eso también es sensato.

El Gobierno hace bien en entrar en el mercado de la vivienda de una forma decidida, pese a que algunas de las medidas elegidas, como topar las rentas, son erróneas. La experiencia reciente de Cataluña muestra que la ley intervencionista de 2020 ha provocado una retracción de la oferta y que si los precios no han subido es porque los efectos de la pandemia han sido depresivos.

La izquierda recuerda que el derecho a una vivienda digna está recogido y amparado por el artículo 47 de la Constitución. Pero no es el único que reconoce la carta magna; también lo hace con el derecho a la salud (artículo 43) y a la educación (artículo 27). Curiosamente, el Estado tiene menos protagonismo en la garantía del artículo 47 que en la del 43 (sanidad) y en la del 27 (enseñanza), capítulos en los que lo público es hegemónico, aunque permite que intervenga la iniciativa privada. ¿Por qué no ha de ser igual en la vivienda? No hay ningún motivo razonable para mantener una discriminación que solo responde a intereses privados muy arraigados en nuestra cultura empresarial.

El turismo de masas nacido de la globalización ha tocado los cimientos de las sociedades del norte de Europa en las que la vivienda no era objeto de especulación y el papel del Estado permitía mantener un cierto equilibrio entre oferta y demanda. Cuando estalló la crisis de 2008, escaparon a un derrumbe inmobiliario que dio la puntilla a la economía española. En esos países, la vivienda era un sector estratégico que el Estado protegía, como lo hacía con el transporte aéreo o el ferroviario, la energía y las telecomunicaciones.

Cada momento histórico determina qué es estratégico para los intereses de la nación y qué no. Tiene que ver también con el color político del Gobierno de turno, pero no es tan decisivo como la tendencia global. En el caso español fue el PSOE de Felipe González el que empezó las privatizaciones y el PP de José María Aznar el que se encargó de rematarlas.

¿Por qué no darle esa consideración estratégica a la vivienda? En la educación, lo público convive con lo concertado y con lo totalmente privado. Lo mismo que en salud. No se trata de nacionalizar, sino de intervenir, de condicionar el mercado para proteger el interés general.

Ni este ni ningún otro Gobierno tienen derecho a impedir que los ciudadanos ahorren con la compra de su casa, incluso que la utilicen como una inversión de la que después obtengan un rendimiento. La dialéctica de grandes y pequeños tenedores es tramposa, sobre todo si el Estado se limita a hacer de árbitro y no se convierte en el primer tenedor. ¿Para qué demonizar a las empresas del sector --más allá del mensaje populista-- si éstas solo controlan un 35% de la oferta?

Como en tantas otras cosas, hace falta un cierto sentido de Estado y poner las largas. No es una cuestión de izquierdas ni de derechas, solo de coherencia y de pensar en el futuro. ¿Es coherente aprobar una ley que limita los precios de los alquileres para luchar contra la especulación y a la vez autorizar el alquiler de habitaciones turísticas, volver a la microeconomía doméstica de los años 50 del siglo pasado y convertir la residencia habitual en casa de huéspedes, como ha hecho la Generalitat?