Vivimos tan atrapados por el lenguaje que hemos aceptado denominar comités de defensa de la república a unos meros piquetes radicales que han decidido apoderarse del espacio público catalán con la connivencia de los partidos independentistas. No hay república que defender, estimados. No se puede defender aquello que no existe salvo en el reducido espacio mental de quienes con proclamas radicales e irresponsables se dedican a dinamitar la convivencia y la democracia.

Querer parar el país de forma gratuita es violencia. El final de las manifestaciones del domingo fue violento y todo un deleznable espectáculo de agresividad. La llamada revolución de las sonrisas guarda hoy más similitudes con el anarquismo violento de la Barcelona del siglo XX que con cualquier otro tipo de movilización pacífica. Es una violencia con múltiples expresiones, tan coactiva como represora, totalitaria en definitiva.

Cataluña corre un gravísimo riesgo. Ante el estancamiento político pueden emerger fenómenos incontrolados de imprevisibles y deplorables consecuencias. La violencia de esos piquetes financiados desde el nacionalismo radical acabará con un susto grave y entonces todos los políticos aquiescentes que ahora consienten se tornarán angelitos de la guarda y se echarán las manos a la cabeza.

La violencia empieza a resultar un preocupante fenómeno que puede acabar de rematar el negativo futuro que le espera a Cataluña en la próxima década

Los cortes permanentes de vías de circulación, el perjuicio para el transporte de los ciudadanos y de las mercancías está injustificado en estos momentos. No hay ninguna violación de derechos democráticos que pueda justificar esta seudorevolución que algunos pretenden poner en marcha. Si acaso, la única vulneración de derechos es la que practican atentando contra la privacidad e intimidad de los jueces; o atacando la sede de los partidos políticos que no encajan en sus quiméricas reivindicaciones; y, por supuesto, cometiendo actos vandálicos contra medios de comunicación que, como Crónica Global, han optado por no acallar su actitud crítica ante la barbarie iniciada.

Algún día la historia pondrá al cobro la factura a quienes están alimentando, apoyando y animando un estado de crispación creciente. Avisamos cuando explicábamos que la no consecución de la independencia y las consecuencias que de ello se derivaban acabarían en frustración. Lo peor es que ese estado colectivo de excitación pueda catalizar en violencia, algaradas y desórdenes, como pronosticó Gabriel Colomé. El nacionalismo que ya campó por la Europa del siglo pasado volverá a mostrarse como lo que encierra y que Manuel Valls recordó con claridad en Barcelona: un fenómeno desintegrador, insolidario, etnicista y violento. El nacionalismo es la guerra, dijo el dirigente francés.

Seamos, pues, conscientes de adónde vamos. Otros piénsense adónde llevan a las masas que enfervorizan y alientan. La violencia empieza a resultar un preocupante fenómeno que puede acabar de rematar el negativo futuro que le espera a Cataluña en la próxima década.