Las bodegas de la familia Emilio Moro, una de las referencias de la denominación de origen Ribera del Duero, producen un vino fabuloso, de 2014, y que acumula 18 meses en barrica. No es la variedad premium más importante de la bodega Cepa 21, pero sí una de las más interesantes si se analiza su relación entre calidad y precio.

El vino de marras ha sido bautizado como Malabrigo. Apenas se hicieron 5.000 botellas y no es fácil de hallar en los restaurantes españoles. Aunque es un caldo indicado de forma especial para consumir con carnes --guisos, caza, cordero...--, hay un restaurante en Madrid, especializado en la cocina del atún, que lo sirve sólo a los clientes más habituales y que conocen de su existencia. Me refiero al Arahy, el local que ha saltado de golpe a la popularidad porque Mariano Rajoy y una parte de su equipo pasaron allí sus últimas ocho horas como dirigentes del Gobierno de España. Una operación de marketing que, a precio de mercado, hubiera resultado imposible de sufragar por parte de los propietarios de la casa de comidas.

Mundy, el apelativo con el que se conoce al chef que lidera ese céntrico local madrileño, el simpático José Ynglada, ha puesto en el mapa su restaurante gracias a la ocurrencia del expresidente y su séquito. Hoy, unas horas después del fallecimiento político del último gobierno del Partido Popular, es imposible que no sepamos nada sobre su ubicación, junto a la Puerta de Alcalá, o sus menús básicos de 55 y 60 euros.

Todos los medios han tratado con profusión del lugar en el que el PP decidió celebrar el velatorio de su gobernabilidad. Como cliente habitual de ese establecimiento siempre que ando por la capital, me atrevo a emitir una opinión que ningún analista político emitirá en tiempos de árboles caídos: la última decisión de Rajoy, la referida a la elección del lugar en el que pasar sus últimas horas como presidente, es de las más acertadas de cuantas ha tomado en virtud de su cargo. Doy fe.

El Arahy será testigo mudo de las últimas reflexiones de un presidente-corcho. Aquellas paredes conocerán el parecer de quien en la política española ha ejercido la flotación durante décadas como principal mecanismo de meritaje. Como uno de los atunes que cocina Mundy, Rajoy se ha dejado arrastrar por muchas corrientes y muy pocas veces se ha atrevido a nadar a la contra, consciente de que ese ejercicio suponía un desgaste y esfuerzo superiores. Esa vagancia política, la misma que le llevó a tener nefastos colaboradores en muchos ámbitos sólo por la lealtad que le profesaban --véase el clamoroso caso de la exsecretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez de Castro, responsable de la victoria del independentismo en su relato de la España actual--, acabó pasándole factura cuando menos lo esperaba.

Las últimas horas de Rajoy y los suyos en el Arahy debieron simular aquellos velatorios en los que el finado ha perdido la vida por una razón inesperada y súbita, de las que causan enorme tristeza. Sin embargo, si no cambian su interpretación de lo sucedido, ese partido político no habrá aprendido ninguna lección de lo acontecido. Lo suyo no ha sido un fatal e inevitable accidente. Al líder del PP no se lo han llevado del poder los años, sino una larga enfermedad --la corrupción y el inmovilismo-- contra la que se negó a luchar. Sólo sabemos que ahogaron sus últimas penas con un par de botellas de whisky. Nos queda por conocer si el chef les sirvió para esa última comida como gobernantes unas botellas de Malabrigo. De ser así constituía toda una premonición.