Quim Torra ya no es presidente de la Generalitat. El Tribunal Supremo ha confirmado la inhabilitación dictaminada por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) y se ha visto obligado a dejar su cargo.

Y no pasa nada.

Los radicales podrán quemar Barcelona durante unas horas, unos días o unas semanas, como hicieron el pasado otoño al conocerse la sentencia del juicio por el intento de secesión unilateral, pero la justicia ha sido implacable y su veredicto se ha cumplido.

Se trata de una gran noticia para los demócratas, en general, pero sobre todo para los catalanes constitucionalistas, que durante décadas han sido abandonados a su suerte por parte de los sucesivos gobiernos de la nación a cambio de un plato de lentejas (llámese investidura, presupuestos o gobernabilidad).

Me da la sensación de que todavía no se han valorado adecuadamente las tremendas consecuencias que ha tenido el procés para el independentismo.

La bisoñez y el cálculo erróneo del nacionalismo catalán a la hora de lanzar su desafío ha permitido al Estado romper tabúes que permanecían inmaculados desde la recuperación de la democracia en España.

Solo en los últimos tres años, el Estado ha aplicado el artículo 155 de la Constitución --es verdad que con mucha menos intensidad y duración de lo que sería razonable--, ha respondido con contundencia a las hordas de fanáticos que el 1-O defendieron con violencia las urnas del referéndum ilegal, ha condenado y encarcelado sin contemplaciones a sus cabecillas --es cierto que con penas mucho más suaves que las que hubieran recibido en cualquier otra democracia occidental--, y ahora ha inhabilitado a un presidente autonómico que arrogante y repetidamente se negó a obedecer órdenes directas de la autoridad judicial competente.

Y, lo más importante, todo ello se ha ejecutado con normalidad. Una normalidad característica de una democracia consolidada y que inquieta, atormenta y perturba a los más ultras.

Es momento de acordarse de todos aquellos terceristas --los defensores de la tercera vía, convencidos de que existe un nacionalismo con el que se puede dialogar-- que temblaban con la simple apelación al 155, que se estremecían al ver llegar los antidisturbios a Cataluña en otoño de 2017, que languidecían al constatar que Junqueras estaba entre rejas, y que se echaban las manos a la cabeza cuando se procesó a Torra. En cada una de esas situaciones advertían --temerosos-- del impacto negativo de esas medidas. Pero se equivocaron.

Es la hora de recordarles que, en una democracia, aplicar sin complejos la ley y las sentencias de los tribunales es siempre la mejor fórmula para solucionar los conflictos. Siempre.

Y también es una buena oportunidad para proponerles que, tal vez, deberíamos aprovechar la ocasión para resolver con valentía algunas de las injusticias e ilegalidades que todavía se producen en Cataluña. Entre ellas, la inmersión, el adoctrinamiento escolar, la falta de neutralidad en las administraciones, el partidismo nacionalista de los medios de comunicación de la Generalitat, el incumplimiento de la ley de banderas, etc.

Qué mejor coyuntura que la actual para acabar con los tabúes que todavía atenazan y acobardan a una parte del constitucionalismo, aquí y en Madrid.