Una placa recuerda en el parque de la Ciutadella el brutal asesinato de Sonia Rescalvo, una transexual víctima de un grupo de skin heads que, habían salido “a tocar el tambor”. Esta es la expresión que estos neonazis utilizaban para referirse a las patadas que, con sus botas reforzadas con punta de hierro, daban en la cabeza de sus víctimas.

Ocurrió el 6 de octubre de 1991 y, treinta años después, quienes llevan su homofobia al paroxismo “salen a cazar” a miembros del colectivo LGTBI, según explicaba ayer el consejero de Interior, Joan Ignasi Elena. Cierto que los Mossos d’Esquadra han demostrado eficacia y profesionalidad en la lucha contra estos delitos de odio. Cierto que Cataluña fue pionera en aprobar una ley de defensa de este colectivo, aunque siete años después, todavía no se haya aprobado el reglamento que desarrolla el régimen sancionador.

¿Es posible que, por una vez, las leyes fueran por delante de una sociedad donde los casos de delitos homófobos se han disparado? El repunte de este tipo de agresiones atroces no es un fenómeno que se limite a Cataluña o al conjunto de España. Está sucediendo en todos los países europeos. El debate sobre hasta qué punto favorecen ese clima de discriminación los discursos de la extrema derecha está sobre la mesa. Obviamente, el problema es más profundo, nos concierne a todos y obliga a analizar qué pasa por la mente de un joven que muele a golpes a otro al grito de “maricón”. ¿Falta de valores, de perspectivas de futuro? O simplemente ¿ansia mediática? Porque ese afán por salir en los medios de comunicación es lo que subyacía en aquellas agresiones de los años noventa, cuando esas bandas de skin heads salían a matar a travestis y mendigos, mientras los boixos nois apuñalaban mortalmente a un hincha del Espanyol.

Como en todos los grandes temas, abordar la homofobia requiere de equipos multidisciplinares. Y de algo tan simple, pero tan difícil, como escuchar a los expertos. Y, sobre todo, evitar legislar o reaccionar a golpe de titular. Que se cumplan 30 años de la muerte de Sonia demuestra que nuestros gobernantes han tenido tiempo de sobra para encontrar recursos con los que prevenir/atajar esas actitudes vergonzantes y que empañan la imagen de un país avanzado en materia de LGTBI.

Pero ¿qué puede hacer el ciudadano? Pues más allá de condenar esa lacra social, deberíamos denunciar determinados discursos extremistas que, sin ser la causa determinante, banalizan esos ataques, asegurando que “la violencia no tiene género, pero sí nacionalidad”, como asegura, sin pudor, el portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Madrid y secretario general de la formación, Javier Ortega Smith.

La defensa de los derechos humanos, de la libertad sexual, no entiende de partidos ni de ideologías. No valen condenas condicionadas. No vale utilizar estos ataques para abundar en un ideario xenófobo que, al igual que la discriminación de género, condena la Constitución. Tampoco es tolerable ese relativismo moral, según el cual, un cargo institucional, como es la presidenta del Parlament, Laura Borràs, abraza la causa feminista siempre y cuando se trate de mujeres que comparten su ideología política. Borràs se ha sumado a quienes atacan a una diputada de Ciudadanos, Anna Grau, por su vestimenta. Y lo ha hecho a modo de palmera de los insultos de un compañero de partido --el teniente de alcalde de Port de la Selva (Girona) Roger Pinart (Junts per Catalunya)-- quien ha comparado a Grau con una puta. Sin olvidar que Pinart es pródigo en comentarios racistas pues considera que los jóvenes migrantes son "delincuentes en potencia".