Cien historias distintas son las que componen la obra de Giovanni Boccaccio, el Decamerón, escrito en 1353. Después de una epidemia de peste negra que afectó a la Florencia de 1348, el autor engarzó un relato basado en diez jóvenes huidos de la plaga que se refugian en una población a las afueras de la ciudad italiana y a salvo del contagio. Son ellos quienes narran los cuentos de esta obra maestra de la prosa en italiano que describe unos tiempos en los que todos viven una enorme tribulación.

Salvando las distancias temporales y geográficas, la clase dirigente de la política española vive tan atribulada hoy que bien podría alumbrar una narración tan compleja como el Decamerone.

El 27 de agosto de 2017, Pablo Iglesias y Oriol Junqueras, con su corte, se reunieron a cenar en la casa del magnate español de la comunicación audiovisual Jaume Roures. En aquel encuentro, que cazó la prensa, se abordaron, entre otras cuestiones, una eventual moción de censura contra Mariano Rajoy que le descabalgaría del poder si el entonces neonato líder socialista Pedro Sánchez tenía los arrestos de presentarla y obtener el respaldo parlamentario del nacionalismo catalán y vasco.

Casi un año después, Rajoy ya no preside el Gobierno español. Pero hay más: su partido avanza dividido hacia la insignificancia futura por la ocupación del espacio social que Ciudadanos intenta colonizar a diario. De aquellos comensales, uno vive alojado en una prisión por su participación en el intento de secesión de octubre pasado en Cataluña. Iglesias, chalet y paternidad aparte, ha perdido una importante porción de la estima electoral que había cosechado en los años precedentes, según destilan todas las encuestas.

Tampoco le va mejor al anfitrión y más oscuro comensal de cuantos compartieron cena la noche en la que una manifestación de repulsa del atentado del 17 de agosto anterior se convirtió en una nueva proclamación soberanista y contra la monarquía española. Roures tiene desde entonces un socio chino en su empresa Mediapro, elabora y financia documentales para favorecer la idea de una España anacrónica y atrasada a la par que reconoce ante la justicia de los Estados Unidos que su compañía ha sobornado para mantener el negocio de los derechos del fútbol y se prepara a pagar una condena millonaria.

Aquella monarquía a la que se acusó de manera intempestiva durante aquella manifestación de venta de armas y connivencias diversas anda igual de atribulada que los dirigentes políticos que pretenden fulminarla. Las Corinna tapes han reabierto el debate sobre la fiscalización a la jefatura del Estado, los modus operandi de la corona durante unas décadas y entierran de un plumazo cualquier atisbo de reconciliación de la opinión pública con el Rey emérito, Juan Carlos I. Su sucesor, Felipe VI, a quien todos atribuyen un perfil diferente y menos borbónico, tendrá no pocas dificultades para rehacer el papel de la monarquía parlamentaria durante su reinado.

Cualquiera de los narradores de la obra de Boccaccio podría hoy construir atribuladas historias con lo acontecido. Como si de una peste se tratara, la política española anda sumando víctimas. Tras los acontecimientos vividos en Cataluña en el otoño e invierno pasado, parece desatada una ola imparable de rebelión estructural y subyacente en lo político que nada tiene que ver con el devenir natural de la economía del país. Al más puro estilo italiano de otros tiempos, los tres poderes del Estado habitan cada vez más distantes del mundo de los negocios o de los debates sociales nuevos que han conquistado a la sociedad en su conjunto, como las discriminaciones de género o la exigencia de derechos inherentes a los países occidentales.

España, y en ese marco Cataluña, vive atribulada. La peste negra que ha asolado la política en los últimos dos años sigue cobrándose víctimas y las zonas de contaminación del virus no han sido todavía convenientemente aisladas. Los ciudadanos preparan su descanso estival con independencia de lo que acontece en el ámbito parlamentario o judicial, pero con la intranquilidad y la incógnita abierta de cuánto más habrá avanzado al regreso la epidemia política que nos asola. Son tiempos de tribulación, cierto, pero al final son un sinvivir que ni un mundial de fútbol, otrora el circo general, ni una barbacoa estival parecen capaces de conjurar.