Las dos partes del conflicto político han enseñado todas sus armas ya. El independentismo catalán ha puesto sobre la mesa su radicalizada disposición a avanzar imparable en su compromiso de referéndum ilegal a pesar de las consecuencias que tenga para sus líderes en el Govern de la Generalitat. También ha vuelto a demostrar su menguante, pero no despreciable, capacidad de movilización popular.

El Gobierno central, como primer representante --entre otros-- de los catalanes no independentistas, ha puesto sobre la mesa toda la artillería del sistema jurídico emanado de la Constitución de 1978. Jueces, fiscales, policías y todo el aparato del Estado se han movilizado para frenar, siguiendo los mandamientos del Tribunal Constitucional, los preparativos de la consulta secesionista y las leyes aprobadas por el Parlamento de Cataluña en las 48 horas más infaustas de su existencia.

¿Y eso va a ser todo? ¿No hay posibilidad de nada más? ¿El diálogo se ha extinguido de manera definitiva e irreversible? Es posible que, como en todo conflicto, las partes intenten una solución que evite el total y absoluto achatarramiento de la convivencia. ¿Puede albergarse alguna esperanza? Quizá jamás se extingue del todo la posibilidad de transaccionar. A pesar, es obvio, de que los nuevos acontecimientos y las consiguientes reglas de juego, por supuesto, se modifican.

Frenar el descarrilamiento del tren sólo puede lograrse si se produjeran dos condiciones: una suspensión del referéndum previa a su celebración y un compromiso del Gobierno para modificar el statu quo político catalán por la vía de la reforma constitucional

Frenar el descarrilamiento del tren que se aproxima a gran velocidad sólo puede lograrse en estos momentos si se produjeran dos condiciones: una suspensión del referéndum previa a su celebración y un compromiso del Gobierno del PP para modificar el statu quo político catalán por la vía de la reforma constitucional. De pactarse ese escenario se harían necesarias dimisiones de líderes independentistas que hoy forman parte del Govern. Esa salida sería menos costosa para ellos en términos legales que si decidieran proseguir en su empeño martirológico. Además, no los invalidaría políticamente para el futuro. También el Estado debería tragarse algunas acciones iniciadas por la vía legal, pactando bajo la mesa una especie de amnistía parcial de los afectados.

Convocatoria de elecciones autonómicas inmediata y compromiso de La Moncloa de ofrecer, cualesquiera que fuera el resultado, la vía política catalana: nueva financiación e inversión clara en infraestructuras modernizadoras. Unos y otros podrían mostrar un mínimo trofeo sin necesidad de hacer más profundo el enfrentamiento de las últimas semanas entre los propios catalanes y entre los que son de confesión soberanista y los dirigentes políticos del resto de España. Un compromiso generacional de recuperar las vías de entendimiento sería tan imprescindible como lo anterior.

Quizá, aunque lo nieguen, como pasó en la antesala del 9N con el pacto entre Madrid y Barcelona (que Artur Mas se pasó por el forro de la honestidad), estén produciéndose contactos directos y a través de intermediarios cualificados para evitar el accidente. Nadie les criticará que hagan todo lo posible por evitar un estallido que, con las razones de cada una de las partes en litigio, sólo provocarían una profunda, triste y mayor confrontación política y social, de incalculables e intangibles consecuencias económicas. No se les criticará, incluso aunque mientan, si trabajan en silencio para evitar una situación cuyo final posible sólo incorpora imágenes de desgracias a la mente de todos, con independencia de la posición de cada quien.